CONTRATAPA
› Por Marcelo Britos
A Juan y Nito, dos hermanos de este mundo
Bajé en el andén de Retiro con el equipaje en el hombro, inventando una historia en la que era un viajero de estaciones que se dejaba llevar por las calles de la noche. En esa historia la ciudad no era indomable ni hostil para mí, no llevaba en su anchura miradas oscuras y aterradoras que me hacían apretar el bolso contra el pecho. Pero en la realidad yo tenía casi veinte años, era tan sólo un pibe atrevido que había conocido semanas atrás a una porteña en un congreso de Centros de Estudiantes, y llegaba solo, por segunda vez quizá, a Buenos Aires. Y la historia resultó ser otra, ésta que cuento aquí otros veinte años más tarde, en un atardecer frío de Rosario, sentado en la cocina de casa, con el pobre calor de tres hornallas y el gato arrellanado en la falda.
El cuero sólo me daba para un hotel en la zona de la estación, edificio tajeado por la humedad y el tiempo, un nombre que terminé olvidando porque sí. En la penumbra del hall un gallego me dio la llave y me indicó la terraza, y allí terminé encontrando la celosía de mi habitación entre otras tres piezas mugrientas, oyendo el paso de las ratas por la chapa del toldo. Era verano, el hedor que ondeaba en la terraza sin viento era insoportable, de animal muerto.
No hay mucho que compartir de lo que siguió. Me duché en el baño común, haciendo equilibrio en los charcos, y perfumado seguí las pistas que me habían dado por teléfono: tomás la be en la puerta de la estación del Mitre, y te bajás en la facultad de económicas. Mi departamento es a la vuelta.
El encuentro fue perfecto. Pizzas, cerveza y los besos al final en el palier del edificio. Cuando comencé a recoger el vestido desde la cintura para llegar hasta la piel, me tomó la mano y me dijo sonriendo: a lo mejor mañana, si volvés.
Mi película giraba otra vez, en el viaje de regreso. Era invencible, la capital sin misterios ni claves. La cruzaba al medio como un conquistador. Ni Pedro de Mendoza ni Beresford, este servidor rosarino.
Pasé a trote el patio del hotel, fusco y húmedo. El aroma a madreselvas que traía de la calle se fue perdiendo al subir las escaleras. Y ahí estaba. Apoyado en la persiana de la pieza contigua. Tendría unos sesenta años, descalzo, fumando y dejando salir el humo sin empujarlo, como si quisiera esconder su cara en la nube. Tenía un pantalón de pijamas y una camiseta de Banfield. Había en esa mirada, clavada en mí, una expresión de suficiencia, de sabiduría para enfrentar esa ciudad que me hubiera tragado --y yo lo sabía- si hubiera querido.
Buenas noches --me dijo-. Venís de joda?
Me sorprendió la voz envuelta en las sombras, y quizá había acelerado el paso para evitarlo, pero cuando habló, sonó apacible y amistoso y no pude hacer otra cosa que responder.
Vengo de ver a mi novia. Soy de Rosario. --tanta información para qué, pensé. A él qué le importa--.
Vení y haceme compañía. Dijo. Fumate un pucho conmigo.
No podía negarme. Evitarlo después de esa conversación hubiera sido francamente hostil. En ese momento tan sólo actuaba por instinto. Es ahora cuando pienso que fue por esa razón que me paré a su lado, que prendí el cigarrillo y lo escuché, sin saber que aquello que oiría sería el comienzo de algo inexplicable, ayer y hoy, tanto tiempo después.
Querés caerte de culo? Espetó. Hace una semana amasijé a un hombre y a una mujer, los quemé mientras dormían.
Ni siquiera me miró cuando lo dijo, sólo le dio otra bocanada al pucho y cuando vio que yo no podía agregar nada, siguió hablando.
Escruchamos juntos una estación de servicios en Ramos Mejía, casi cincuenta lucas. Ya sé lo que estás pensando, no me mires así. No soy víctima de nada. Mi mujer no me guampeaba, y mi amigo jamás lo hubiera hecho tampoco, menos con ella. No quisieron robarme, ni nada de eso. Fui yo. Quise más, lo quise todo, así de simple. Así que esperé que se durmieran en el rancho en donde estábamos escondidos desde la noche del choreo, agarré el seis luces y los quemé.
Lo miré sorprendido. Fue el segundo en el que no podemos discernir de qué se trata lo que escuchamos; lo entendemos, pero no lo creemos, algo hace ruido, algo no encaja en nuestra costumbre. Qué es un seis luces? Fue lo único que atiné a preguntar.
Es un fierro. Un calibre veintidós. Tiene seis luces, yo decidí gastar tres.
Tiró el pucho y con la misma mano sacó del bolsillo un papel.
Acá está el lugar en dónde está la guita. No la quiero. Buscala y hacé lo que quieras. Mañana ya no voy a estar.
Lo miré sonriendo, pero esa mirada también me decía que no mentía, porque la suficiencia se fue desvaneciendo para dar paso a una tristeza iracunda, un dolor inmenso.
Por qué ahora no lo quiere? Es mucha guita.
Estiró la mano e insistió con el papel.
Porque a veces hacemos cosas sin saber que no valen la pena. O peor, nos damos cuenta de que valían mucho, después de que las reventamos.
Le dije que no con la cabeza y me despedí. No recuerdo cómo. Sólo sé que él no dijo nada más mientras lo hacía. Cerré la puerta tras de mí y escuché su portazo.
No pude dormirme, esperando el estampido. Había entendido aquello de las tres luces que había elegido usar. Sentía un poco de orgullo por eso, pero estaba aterrado. Con el sopor y el miedo me dormí, y fueron los golpes en la puerta los que me despertaron por la mañana. Eran dos policías acompañados por el gallego que trataba de explicarles.
No oficial, este pibe no se cruzó con él. Vino recién ayer.
Lo miré y me devolvió la atención.
Es el hombre de acá al lado pibe, se pegó un tiro hace tres días, de ahí venía ese olor.
Se me aflojaron las piernas. Me dijeron que me vistiera y que bajara, tenían que sacar el cuerpo. Hice todo con el mismo mareo con el que me había refugiado en la pieza, después de verlo. Cuando bajé, tratando de no mirar, no pude contenerme. En la escalera giré la mirada hacia la pieza y pude ver el cuerpo, la camiseta de Banfield y el pijama, una mancha negra de sangre seca invadiendo la almohada, y en el piso, alejándose de la mano, el seis tiros con tres cartuchos servidos.
Parado en el fuelle del tren que me devolvía a Rosario, esperando al guarda para coimearlo, sólo pensaba en ese papel que la policía encontraría en su bolsillo. Y pensé, una y otra vez, eso de que hay cosas que no valen la pena.
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