CONTRATAPA
› Por Javier Núñez
Porque hay gente, me dirá después la chica de ojos pardos, mientras emprendemos la vuelta y yo sigo abstraído en mis pensamientos porque ese encuentro con Omar me puso ante un anhelo recurrente para despojarlo de todo romanticismo, hay gente que piensa siempre, indefectiblemente, que la vida está en otra parte. Y de eso no hay cómo escaparse nunca. Lo dirá, quizás, con cierto temor inconfesable. Yo entonces miraré por la ventanilla apenas un instante, un brevísimo instante que sin embargo bastará para que el aire del auto se haga más denso, y entonces le diré lo de la simultaneidad de yoes, y el espejo de Andersen, y lo del infierno de Calvino. Y los dos sonreiremos como quien espanta fantasmas.
Fue un tiempito días atrás, durante una escapada que hicimos juntos a Córdoba. Después de algunos compromisos en la ciudad partimos hacia Villa General Belgrano. Cuando vimos el cartel de una cervecería artesanal decidimos parar por un sándwich de jamón crudo y una cerveza bien fría. Era una casa cobijada por pinos a la que accedimos por un camino de tierra. En la entrada había una galería abierta con una solitaria mesa de madera con sillas de plástico y un muñeco barbado de tamaño real vestido con pantalones verdes, tiradores y un sombrero suizo. En el interior, estanterías con frascos de dulces caseros y productos ahumados, botellas de licor artesanal de diferentes colores, un par de mesas de madera con vajilla de cerámica para el té y una variada gama de adornos que iban desde las pipas de madera y los sombreros de época a pequeños muñecos con típicos trajecitos suizos. La luz del sol que se filtraba a través de las cortinas anudadas y una voz dulce y quebrada cantando en francés le daban al lugar una particular calidez.
Omar no tardó en aparecer: estaba al fondo, haciendo dulce de arándanos. De antepasados suizos, nació en Chile y había vivido allá hasta los 14 años para después mudarse a Buenos Aires. A fines de los 80 y recién casado, se trasladó a Córdoba. Después de la debacle del 2001, nos dijo en algún momento, sufrió una crisis emocional. Por entonces dejó su trabajo en una empresa multinacional -el mismo que lo había llevado a la zona- y empezó a vivir haciendo lo que de verdad le gustaba y que hasta entonces no había sido más que un hobby. Lo dijo abriendo los brazos, como si quisiera abarcar en el gesto todo lo que veíamos a nuestro alrededor. Lo dijo mientras nos hacía degustar sus productos de elaboración artesanal: dulce de leche con avellanas y chocolate, el dulce de arándanos recién sacado, mostaza de Dijon, pasta de aceitunas con roquefort y algunos licores. La chica de ojos pardos probó el licor de dulce de leche; yo tomé algo verdoso llamado "Muerte rusa" y elaborado con vodka y pimienta verde. Lo tomé siguiendo el consejo de su elaborador: de un saque, sin retenerlo en la boca, para que la pimienta no me durmiera la lengua.
Nos sentamos afuera, a comer un sándwich de jamón crudo en pan casero y a beber una cerveza roja bien helada. Omar no tardo en sentarse con nosotros. Hablamos de la tranquilidad del lugar, de los cambios en la zona, de la alemana con la que sale desde hace tiempo -se había divorciado de la mujer con la que llegó a Córdoba después de casi veinte años y dos hijos- y de la época en que elaboraba absenta. Entre los dos fuimos armando una lista de célebres bebedores de absenta: Wilde, Gauguin, Hemingway, Degas, Pessoa, Rimbaud, Van Gogh. Van Gogh se había emborrachado con absenta cuando se cortó la oreja como ofrenda, me dijo. Omar es un confeso admirador y pinta cuadros de Van Gogh en sus ratos libres. Adentro, junto a la mesa de té, cuelga una imitación de alguno de los cuadros de la serie "Los girasoles" pintada por él, quizás bajo los efectos de un poco de absenta que todavía tenga escondida en algún lugar.
Yo estaba fascinado. Tengo una manifiesta debilidad por la gente que deja sus trabajos y la vida en la ciudad para irse a vivir otras vidas diferentes en lugares con montañas o con mar. También me gustan, claro, lugares como París, Londres, Praga, Berlín o Nueva York. Me gustaría, incluso, instalarme una temporada en cualquiera de esos lugares, vivir un tiempo, absorber la energía que irradian siempre las grandes ciudades. Pero los lugares que realmente me desvelan, los que me cortan la respiración, suelen ser los que están aislados de la vorágine urbana y más cerca de la naturaleza. Son los espejos de un sueño escurridizo pero tenaz. Entiéndase bien: no hablo de huir de todo y de todos y darle la espalda a la sociedad, como una especie de émulo tardío de Christopher McCandless -el joven que se fue a morir a la tundra de Alaska y cuyo caso conocimos bien gracias a la película Into the wild- o de su precursor Everett Ruess, que se internó en el desierto de Utah para no volver nunca más. Hablo de algo mucho más prosaico, si se quiere. La promesa de un mundo más pacífico, moroso, sencillo, en el que refugiarse sin perder contacto y, tal vez, encontrarse a uno mismo como nunca antes. O acaso volver a reconocerse, o por qué no reconciliarse. Pero a no más de media hora en auto de una ciudad. Y en lo posible con internet.
Omar, haciendo dulces y licores en una casa de las sierras, copiando trazos de Van Gogh a la sombra de un pino, era uno de los que había logrado aceptar las renuncias indispensables, uno de los que había tenido el coraje que a mí siempre me habrá de faltar. Omar encarnaba, de algún modo, parte de mi sueño. Y entonces dijo lo de las pastillas.
No sé cómo lo dijo, a cuento de qué lo dijo: la chica de ojos pardos tiene la virtud -o la maldición- de que la gente confiese esas cosas al cabo de veinte minutos de conversación. Alplax por las noches -su componente activo principal es el alprazolam, y se usa sobre todo para tratar estados de ansiedad y crisis de angustia- y un estabilizador de ánimo dos veces al día. Con incomprensible ingenuidad, yo había supuesto que todos los problemas que lo agobiaban y que explotaron en el 2001 habían desaparecido cuando se dedicó a hacer cervezas, dulces y licores y se refugió en la paz entre los pinos de un paisaje de montaña. De algún modo ingenuo yo había supuesto que esa angustia existencial que cada uno ahoga como puede también quedaba atrás, en esa otra vida a la que Omar había renunciado.
Nos fuimos un rato después, yo todavía confuso, desconcertado, el sueño vital lacerado por ciertas correcciones inesperadas de la realidad. Ahí fue cuando la chica de ojos pardos me dijo, acaso con temor inconfesado, acaso con miedo de estar hablando de mí, que hay gente que piensa, siempre, que la vida está en otra parte. Y yo miré por la ventanilla apenas un instante, un brevísimo instante que sin embargo bastó para que el aire del auto se hiciera más denso. La angustia no es que la vida esté en otra parte, le dije, la angustia es la imposible simultaneidad de todas esas vidas mientras coexisten, en algún lugar adentro de uno, todos los yoes posibles de esas vidas que no serán. La familia, los hijos, el amor, un trabajo, una carrera: todas las elecciones implican, a su vez, múltiples renuncias. Pero no siempre matamos del todo a ese otro que pudimos ser, siempre quedan esquirlas en un rincón. Es como el trozo del espejo de "La reina de las nieves", insistí, ese cuento de Andersen en el que el diablo había hecho un espejo que deformaba todo lo bueno y bello y lo disminuía mientras amplificaba todo lo malo, hasta que un día se rompió en mil millones de pedazos que se desperdigaron por el mundo ensombreciendo el corazón de aquellos que habían sido alcanzados por uno de sus fragmentos. Las esquirlas de los yoes posibles son nuestros fragmentos del espejo de Andersen.
Ella desvió un momento la vista de la ruta. Qué concepto más interesante, me dijo con ironía, o a lo mejor con cierto recelo. Y cómo hacemos, entonces, me querés decir. Tendré que darte espacio, le contesté.
No me entendió. Entonces traté de decirle que hay gente y cosas que uno hace que lo recomponen, lo sanan, lo reconstruyen: unifican todos sus yoes posibles en uno que no pueda ser de ningún otro modo. Me pasa, le dije, cuando estoy con mis hijos, con mi familia, con vos, o cuando hago esas cosas que nunca podría dejar de hacer. Le dije que a lo mejor con esos momentos de integridad se construye la felicidad. Como en el infierno de los vivos de Calvino. El secreto a lo mejor consiste en descubrir quién o qué no es infierno en medio del infierno. Quién o qué recompone tus pedazos sueltos y te hace uno solo una vez más.
Y hacerlo durar. Y darle espacio.
No sé si me entendió del todo. Pero los dos sonreímos, como espantando fantasmas, mientras las copas de los pinos se perdían en un recodo del camino.
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