CONTRATAPA
› Por Natalia Massei
Hace quince años conocí a un chico. Hoy volví a verlo en un documental por YouTube. Vivía en zona oeste, detrás de las vías. Los amigos lo llamaban Marqués. Su apodo pude recordarlo gracias a la película. Andaba siempre con un palo que llevaba como bastón. Parecía un lord. Con los pibes se juntaban los sábados. Hacían tortas fritas, tomaban mate. Iban a la Florida. Algunos salían a robar, contaba el Marqués. "Van para ese lado --decía-- Agarran". El grupo creció. Le pusieron un nombre. Hicieron banderas. Se organizaron para comer, para irse de campamento, aprender cosas nuevas. Para no salir más. Para que no los maten en la calle. Como perros.
A Pocho lo mataron igual. Recibió un balazo mientras los cuidaba, el 19 de diciembre de 2001.
Al Marqués no volví a verlo, salvo de lejos en alguna marcha, en alguna plaza, sosteniendo la bandera o el bastón. Nunca fuimos iguales, militando por la igualdad. "Yo no te gusto porque soy de la villa", me dijo una vez. Sí me gustaba y no se lo dije. No sé por qué.
Un noticiero porteño anuncia la muerte de un pibe chorro en Rosario. No dicen que se llamaba David Moreira el joven de dieciocho años asesinado. No dicen joven ni asesinado. Demoran las palabras de repudio en el relato detallado de lo que había ocurrido en primer lugar: dos motochorros le habían arrancado la cartera a una mujer de veinte años que caminaba con su hija de dos. Lo narran minuciosamente para que nadie olvide la noticia primera: el robo. Después viene después.
Un automovilista embiste a la moto en la que David escapa. El chico cae sobre el asfalto y una turba de asesinos, que no cargan con ese mote, lo ataca sin tregua. Tirado en el piso David recibe patadas, insultos. Golpe tras golpe, hasta perder la conciencia y después.
Después la vida, David Moreira perdió.
Se dijo que eran cincuenta o más los que patearon al chico hasta reventarle la cabeza. Una horda enardecida clamando Justicia.
Cada uno se habrá ido a su casa después. Al bar. A la esquina. Alguno se habrá quitado las zapatillas con las que castigó al pibe hasta la muerte, habrá dejado correr sobre su cuerpo el alivio de una ducha tibia. Otro se habrá sentado en familia a comer milanesas y pan. Habrán relatado una y otra vez la hazaña de haber agarrado a uno. Habrán dormido esa noche cómo.
Qué justicia pueden reclamar después de esto? A qué legalidad pueden apelar?
Qué seguridad, qué paz es posible donde el más rico acapara millones y el más pobre no siempre come? No tiene, no puede. Pero ve. Y quiere. Todos queremos. Vos no querés? Yo quiero. David quería. El pobre y su madre quieren. Ella, para sus hijos, quiere. Algo. Todo. Lo que todos tienen, lo que a todos se ofrece por igual y se reparte diferente.
Tanta pobreza no puede revertirse en un día --pienso mientras escucho al reportero de la Capital-- ni en un año. La desigualdad extrema y grosera no cesará de un momento a otro. Ni un policía, ni mil más en las calles frenarán el deseo y la necesidad de tantos, mientras la brecha sea tan honda y no sepamos vivir de otra manera. Ninguna decisión cambiará las cosas en un instante.
Los que mataron a David sí decidieron y actuaron en un instante. Un instante sin después. Buenos vecinosasesinos sentados alrededor de la mesa familiar, detrás del mostrador en el almacén, en la oficina, en el banco pagando las cuentas, cuidando a sus hijos, llevándolos a la escuela.
Quién nos protegerá de nosotros mismos?
Olvidé tu nombre, Marqués, pero no tu cara. Nariz pequeña. Pelo azabache, crespo, siempre quieto aunque hubiera viento, debajo de una gorra deshilachada. Ojos pícaros de un verde profundo como agua de estanque. Ojos sin fondo. Qué será de vos y de los pibes.
La esquina de mi casa, en pleno centro, es oscura. Hay un container de basura, un parquímetro y un cajero automático. Apago el televisor. Me pongo perfume en el cuello y en las muñecas antes de salir. Bajo a la calle. Siento la rareza de que todo se muestre igual que siempre. El contenedor de residuos está abierto. Se asoma un pibe, como un títere que aparece de golpe y sorprende con una voz desencajada. Es un chico de diez o doce años. En la penumbra es difícil saber. Entro al cajero y trabo la puerta. Escucho risas afuera. Cuando salgo, el container está vacío. Acostado en el piso, sobre uno de los lados, muy quieto está el pibe. Lo observo sin detenerme, compruebo que respira y, de repente, siento un salto detrás de mí, un soplido en la nuca. Aprieto el puño que sostiene la cartera y después, sólo después, escucho un grito fuerte y contundente:
--Pica, Nico!
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