CONTRATAPA
› Por Javier Núñez
A veces, como una concha intacta en el puñado de arena que se alza de la orilla del mar, en una novela aparece un fragmento que funciona de manera autónoma prescindiendo de las miles de palabras que lo rodean. Una historia, una única página, que cierra en forma independiente como una microficción, o un pasaje recortado arbitrariamente que cobra un sentido distinto en la lectura aislada. Una única página basta para contar una gran historia.
El recorte, la fragmentación de una pequeña historia dentro de otra mayor, no es algo nuevo. Un caso emblemático, acaso, sea el texto de Cocteau que formaba parte de la novela Le gran Ecárt y fuera incluido bajo el título "El gesto de la muerte" en la Antología de la literatura fantástica compilada por Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo. Son cuatro o cinco líneas, apenas. Un joven jardinero persa le dice al príncipe que acaba de toparse con la Muerte, quien le hizo un gesto de amenaza. Aterrado, desea estar esa misma noche en Ispahán. El príncipe se apiada y le presta sus mejores caballos. Por la tarde, cuando el príncipe se encuentra a la Muerte, le pregunta por qué había amenazado al pobre jardinero. "No fue un gesto de amenaza le responde sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán".
La perfecta circularidad, la potencia autónoma, y la universalidad del tema que no es otro que la inexorabilidad de la muerte como destino, esa batalla absurda que siempre se ha de perder han transformado al texto en un clásico. Se trata, en realidad, de una antigua historia que algunos ubican en la tradición judeo talmúdica del siglo VI y en la musulmana sufí de un par de siglos después. Y que, además de la de Cocteau, ha tenido otras versiones célebres, como el poema "El jardinero y la muerte" del holandés Pieter van Eyck o, más recientemente, el cuento "El criado del rico mercader" de Bernardo Atxaga, incluido en su libro Obabakoak.
A veces uno tiene la manía de subrayar o recortar pasajes con vida propia. De La insoportable levedad del ser, por ejemplo, yo subrayé hace años uno en el que creí entrever una historia que, sin obedecer a las normas de la microficción, encerraba una potencia independiente que le daba valor aun en ausencia de todo el resto. "╔l tenía doce años cuando el padre de Franz la abandonó repentinamente. El niño supuso que estaba ocurriendo algo grave, pero la mamá veló el drama con palabras neutrales y suaves para no excitarlo. Ese día fueron a la ciudad y al salir de casa Franz se dio cuenta de que la madre llevaba en cada pie un zapato distinto. Se sentía confuso, tenía ganas de advertírselo, pero al mismo tiempo le daba miedo que una advertencia de ese tipo pudiera herirla. Así que pasó dos horas en la ciudad sin poder apartar los ojos de sus zapatos. Aquella vez empezó a entender qué era el sufrimiento". Me fascinaba la potencia de ese pasaje simple, las escenas subterráneas: la madre desahuciada, borrando los rastros del llanto para simular una entereza que se desarma en la distracción de los zapatos; la repentina intuición del hijo y la revelación temprana, angustiosa, de que a veces no se sabe cómo actuar ante el dolor ajeno.
Pero un libro que me fascinó por esa posibilidad, por esa maravillosa sensación reiterada de cajas chinas, fue Me llamo Rojo, de Orhan Pamuk. Es un libro lleno de historias dentro de la historia. De una estructura ambiciosa, compleja y lograda, con polifonía de voces y perspectivas que se van entrelazando para sostener una trama que conjuga la narrativa histórica, el misterio en torno a un crimen y una sugerente historia de amor y deseo, la novela de Pamuk brinda también un amplio repertorio de pequeñas parábolas y relatos de la más pura tradición oriental que recuerdan a Las mil y una noches. Aunque lo leí hace ya unos cuatro o cinco años, hay un pasaje al que suelo volver cada tanto. Es una de las tres parábolas sobre el estilo y la firma que forman parte del capítulo 13, y tiene lugar en un tiempo hoy remoto, cuando de no ser por la muerte y el envejecimiento "los hombres no habrían percibido que había algo llamado tiempo".
El sha Fahir, al mando de un pequeño pero feroz ejército, aplastó a las tropas del jan Selahattin y se apoderó de Samarcanda. Lo primero que hizo el victorioso conquistador, con el ímpetu de la batalla intacto, fue torturar hasta la muerte a su enemigo vencido. Después, siguiendo la costumbre todavía con las manos ensangrentadas como señal o amenaza, se encargó de visitar la biblioteca y el harén. Ambas visitas fueron breves. En la biblioteca, el encuadernador ya descuadernaba los libros del rey muerto para armar nuevos volúmenes, mientras los calígrafos no dejaban rastro del nombre del difunto y en su lugar trazaban el insigne nombre de Fahir Sha el Victorioso y los ilustradores desaparecían los rasgos del antiguo soberano de las más esmeradas pinturas para reemplazarlos por los del joven y triunfador Fahir Sha. Y en el harén, la belleza incomparable de la sultana Neriman lo atrapó de inmediato. Pero en lugar de arrastrarla tras de sí, el sentimental Fahir Sha optó por conquistarla y ganarse su corazón. De modo que habló. Y escuchó.
Una sola cosa pidió la flamante viuda, que habría de ser por voluntad o por la fuerza la nueva esposa de Fahir Sha: que la cara de Selahattin Jan perdurase en el libro que narraba los amores de Leyla y Mecnum, donde Leyla tenía los rasgos de ella y Mecnum los de él. La inmortalidad que el difunto había perseguido durante tantos años no debía serle arrebatada, al menos, en esa única página. Al Fahir Sha le pareció un precio módico a cambio del amor de la mujer más bella que sus ojos habían contemplado jamás, y esa fue la única página que los ilustradores se abstuvieron de alterar.
Esa misma noche hicieron el amor. Despojados de máscaras y rencores, no tardaron en enamorarse. Y el pasado feroz, los sangrientos antecedentes, cayeron en el olvido.
Pero Fahir Sha, cada noche, pensaba en esa página. Esa única página.
No eran celos, ni lo atormentaba el saber que su mujer estaba retratada con su antiguo esposo en uno de los libros de la biblioteca. No. Era algo mucho más intenso, aterrador, incontrolable, el espanto del sacrificio imposible: no estar pintado en ese libro de maravillas, entre las leyendas antiguas, lo privaba de la inmortalidad junto a ella.
Lo soportó, a duras penas, durante cinco años. Y un día, después de hacer el amor, mientras ella dormía el sosiego de un placer intenso, Fahir Sha se retiró de la habitación, candelabro en mano, para entrar como un ladrón en su propia biblioteca.
Su intención, si hace falta decirlo, era pintar su cara en el tomo de Leyla y Mecnum en lugar de la del difunto Selahattin. Aficionado a la ilustración pero artista chapucero, no consiguió los resultados que esperaba. Y cuando el bibliotecario descubrió en la página transfigurada, frente al rostro de Leyla con la cara de Neriman, una cara que no era la del difunto ni tampoco la del actual, no dudó en correr la voz de que se trataba nada más y nada menos que del joven y apuesto Abdullah Sha, el principal enemigo de Fahir Sha. Y el rumor se extendió, y se propagó. Y llegó a oídos de Abdullah Sha, que se envalentonó; y también a oídos de los soldados de Fahir Sha que se hundieron en el desaliento ante la humillación de su cornudo monarca. Y no hizo falta más que una única página y una única batalla para que los ejércitos de Abdullah se impusieran, y el nuevo sha tomara prisionero a su antecesor, lo torturase hasta la muerte e impusiera su figura en los libros de la biblioteca y en el lecho de la siempre bella Neriman.
A veces, una única página basta para contar una gran historia.
O a veces, también, una única página puede cambiarla para siempre.
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