Lunes, 26 de mayo de 2014 | Hoy
Por Tomás Doblas
Malabarismos
Practicaba con naranjas. Mirando como lo hacia su hermano mayor con las maderas.
La mirada atenta, la lengua afuera, el esfuerzo de concentración y coordinación.
No le salía bien todavía y una angustia fugaz la paralizaba cuando alguna naranja escapaba y rodaba por el suelo. Pero oscuramente comprendía que no había otros caminos ni oportunidades. Y además, a los seis años ya era hora de empezar.
Se lo había dicho su hermano: "desde el domingo, conmigo, en la esquina del parque, cuando el semáforo se ponga en rojo; entre los dos vamos a sacar algo más."
Caricias
Recorrió las mesas sin mirar, como siempre, en ese estado de sonambulismo indiferente, despegado, como era en todo lo que hacía. Fue dejando en cada mesa una cajita con agujas de coser, el reparto de ese día. Cundo terminó, esperó un poco, mirando sin ver la calle, la gente, los coches y luego volvió sobre sus pasos, recolectando ahora, las mismas cajitas, alguna que otra moneda. Al acercarse a la última mesa ocurrió. Una mano al pasar le revolvió el pelo. Levantó la cara y esta vez sí vio, una mujer que hablaba sonriente por el celular había estirado el brazo y, sin mirarlo, le acariciaba distraídamente la cabeza. Sintió algo indiscernible, una mezcla de miedo y calor. Se alejo rápidamente, confuso, pero bien.
Secretos
Pedro, el amigo de mamá, siempre le pareció algo extraño. Constantemente andaba haciendo bromas, cosquillas, sobre todo cuando tomaba de más, como esa noche antes del asado. El también había tomado algo y se sentía raro, por eso lo dejó hacer. Con extrañeza y curiosidad sintió las manos de Pedro en la oscuridad del patio. Cuando le tomó una de las suyas y la guió hacia abajo comprendió que traspasaba alguna indefinida frontera, pero no se atrevió a resistir. Luego, se limpió la humedad en el pantalón.
Cuando se sentaron a comer no pudo tocar la comida, le asqueaba. Su madre lo interrogó con la mirada, el balbuceo algo acerca de un súbito dolor de panza.
Pedro, el amigo de mamá, sentado enfrente, lo miraba sonriendo. El solo quería escapar de ahí.
Pérdidas
Le vinieron corriendo y a los gritos a avisar cuando ella hacía la cola en la verdulería
Corriendo y a los gritos regresó. Los chicos, los chicos.
Por suerte doña Adela vio el humo y acudió. Junto a Fabio, el mayor, despertó a los otros hermanitos y los arrastró afuera. Luego Fabio intentó salvar algo, alcanzó a sacar el colchón, el televisor y pocas cosas más. Después los vecinos lo contuvieron.
Ahora, mientras miraba las maderas humeantes y los restos de lo poco que había tenido sentía un peso infinito caer sobre ella.
Los hermanos también miraban; aterrados, con los ojos llorosos, sin poder comprender.
De pronto Lucía, la mas chica, estalló en un grito agudo, desconsolado. Doña Adela la abrazó, Lucia lloraba, lloraba y entre lágrimas y pucheros repetía: "las zapatillas, las zapatillas blancas que me regaló la abuela".
Sueños
Entró sin hacer ruido, como todas las noches. En la pieza su madre, que ya estaba acostada, le señaló la mesa con un gesto. Se acercó y vio algo de pan y fiambre.
Se quitó la campera roída, de uno de los bolsillos sacó un auto de plástico rojo, sin ruedas, lo colocó en la cama, junto a la cabeza del hermano dormido.
Se calentó un mate cocido y sentado a la mesa empezó a hojear la revista vieja, sacada también de la basura. Lo iluminaba el farol de la calle. Lo atrapó una ilustración: en una cocina relumbrante una mujer joven y sonriente servía platos de sopa humeante a dos chicos sentados a la mesa. Se quedó mirando, sin poder apartar la vista, mientras que el sueño lo iba venciendo.
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