CONTRATAPA
› Por Víctor Hugo Maini
Ana parece rejuvenecer cuando habla de política. Su voz se aclara, su piel se estira, sus ojos destellan luces doradas. Paciente con los ignorantes, irónica con los necios. Demuestra que la docencia no es un trabajo, es una vocación. Maestra jubilada sigue enseñando en plazas, bares, comercios y cualquier otro lugar en donde se encienda una conversación. Dice que el desagradecimiento es hijo de la soberbia, el peor pecado para los griegos. Le duele escuchar a algunos adultos que fueron alumnos de ella alguna vez, creer que sus logros en la vida sólo se deben a la capacidad individual, viveza y esfuerzo de los declarantes. Anita expresa que en un barrio de clase media son muy pocos aquellos que no han recibido aportes del Estado. Dice conocer familias enteras beneficiadas con asistencia médica, enseñanza primaria, media y universitaria gratuitas que, lejos de pensar algún tipo de devolución, vendieron los conocimientos adquiridos a empresas multinacionales, evadieron impuestos, giraron divisas al exterior, o lo que es peor se dedicaron a saquear empresas del mismo Estado benefactor en la última estocada de los noventa. Todas estas acciones ejercidas desde la arrogancia que les otorga la condición de apolíticos. Sólo un poco calmada por los años, la maestra se indigna cuando escucha quejarse sistemáticamente a los que más tienen, olvidando su génesis, queriendo ser otros, intentando trepar por la escalera de las apariencias para ingresar en una clase alta que los detesta: "Acordate de que las mejores armas son las palabras y nuestras balas son las letras. Ya perdimos las municiones ch y ll, hay que resistir por la ñ", me recuerda cada vez que nos encontramos. Mi generación tuvo el privilegio de presenciar la persecución ideológica de la letra ch, mucho antes de ser eliminada por la Real Academia Española por considerarla dígrafo. Tal vez por haber nacido en el barrio Echesortu y asistido a la Escuela República de Chile, siempre tuve un cariño especial por palabras que la incluyan. Su sonido me fue siempre placentero. Me gusta usar palabras como cucha, chamuyo, cucharita. El modismo che, que con tanta gloria paseó por el mundo mi conciudadano Ernesto Guevara, me duele escuchar cómo va siendo reemplazado por una palabra tan triste en su sonido como en su significado, bolud@. Si me dan a elegir me quedo con el "huevón" trasandino. Frágil de memoria, me costó siempre recordar nombres de personas conocidas, pero nunca omití apodos como Chelo, Pocho, Lucho. Olvidé el lugar de nacimiento de todos los próceres argentinos, menos el de Rodolfo Walsh, Choele-Choel. Culpo a la misma letra el acordarme del apellido de un impresentable candidato a presidente en las elecciones del 73, líder de una 'nueva fuerza', un tal Chamizo. Los padres dicen que es bueno para las matemáticas, pero un burro en lengua. Me lo dejaron para ver si tenía suerte, si podía enseñarle el alfabeto de memoria que tenía como tarea atrasada. Antes que nada traté de tener un diagnóstico del paciente. Sobre un papel dibujé una vivienda indígena, me dijo choza. Luego garabateé un jugador de fútbol levitando con una pelota sobre su botín izquierdo, no dudó en contestar chilena. Por último le mostré un acordeón y lo asoció con chamamé. No había dudas, estaba en presencia de un rosarino hasta la médula, quizás única herencia que le dejo a mi nieto. Tomé su cuaderno, escribí la letra che entre la c y la d y memorizó el alfabeto en el mismo tiempo en que tarda en chistar una lechuza".
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