CONTRATAPA
› Por Marcelo Britos
La tumba de Schiele está en el cementerio de Ober Sankt Veit, en Viena. Allí descansa junto a Edith, su esposa, rodeado de trenes de juguete y velas que dejan sus admiradores. Si la muerte intentara reflejar algo de la luz que tuvieron sus habitantes en vida, entonces ese sitio es justo para él, distinto en medio de la solemnidad que caracteriza esa necrópolis y a toda la capital austríaca.
Los trenes son porque cuando niño estaba obsesionado con ellos. Jugaba con máquinas de juguete e imitaba con exactitud cada sonido. Ya adulto solía tomar un tren a Breguenz y sin bajarse volvía a Viena, sólo para sentir su andar. Su padre, de quien era muy apegado, era empleado del ferrocarril. De esa infancia que se nos aparece como despejada y feliz, pasaría a otra vida en la que su edad y su obra parecieran no coincidir. Sus biógrafos lo describen como un niño de aspecto enfermizo, silencioso y sin talentos aparentes. Incluso repitió un curso en sus colegios. A los dieciséis años ingresaba en la Academia de Viena, donde comenzaría -el niño sin talentos- a forjar una de las obras pictóricas más importantes del siglo XX y seguramente de toda la historia del arte. En sus autorretratos -fue uno de los artistas que más se representó- se revela una mirada impiadosa de sí mismo. Ese aspecto que pareciera tísico y luego en su adultez casi una caricatura de la demencia, en las pinturas se torna dramático. Lo que más llama la atención son los dedos, y no sólo los de sus autorretratos. Todos son largos, desproporcionados y trémulos, en un efecto de torcedura que sugiere dolor, dolor que intenta romper desde adentro. Su padre murió demente, un año antes de entrar a la Academia. Según Steiner, la representación distorsionada de su imagen en el autorretrato es, acaso, un método narcisista de sustitución de su figura paterna. A veces el análisis crítico complejiza lo que, con mayor simpleza y naturalidad, puede explicar de otra forma la sensibilidad. Schiele expresa sufrimiento. El reflejo que seguramente devolvía el espejo, modelo para su autorretrato, era el de un hombre que se ahogaba en dolor y que anticipaba, de alguna manera, su destino. Esa primer mirada del artista que atisba en los autorretratos, será la que luego le servirá para poder encontrar ese mismo sufrimiento en los demás, sin castigar a los modelos con la pérdida de su sensualidad o su inocencia, incluso la que ya habrían perdido en la vida.
Egon Schiele conoció el trabajo de Klimt cuando entró a la Academia. Fue una admiración que con los años, cuando el primero de ellos comenzó a encontrar su estilo, fue mutua. Nunca la perdieron. Varios hablan sobre un encuentro que tuvieron, recién en 1910, en el que Schiele le propuso a Klimt intercambiar dibujos, a lo que Gustav respondió: ¿Por qué quiere intercambiar sus dibujos conmigo? Al fin y al cabo usted dibuja mejor que yo.
Desde antes de ese encuentro comenzó una conversación con sus pinturas. Era un llamado del aprendiz a su viejo maestro, que con los años devino en una amena charla que suena aún hoy en los museos de Viena. Sin bien los museos suelen ser silenciosos, sobre todo los austríacos, hay que aguzar mucho más que el oído para escucharlos. Comenzó en 1907, cuando a la pintura de Klimt "Serpientes acuáticas", Schiele respondió con "Espíritus acuáticos". El destino infiel a la admiración de ambos separó las pinturas en sendas colecciones privadas. Pero en Viena siguen conversando con otras pinturas, algunas comparten museo y uno puede correr de un piso a otro y ver el diálogo. En "El beso" de Klimt, la controversia acerca de si la mujer se resiste o se entrega al magreo del hombre, las caras masculinas escondidas, revelando la supremacía de la imagen femenina en todas sus pinturas. En "El beso" de Schiele, no sólo se ve el rostro masculino, sino que es un sacerdote que intenta besar a una monja con las piernas desnudas. La ambigüedad está en la culpa que genera ese beso en la mujer y no en su aceptación. Los girasoles mustios de Schiele, oscuro y solitario, y el girasol de Klimt, como un astro vestido de fiesta, la corona de una figura femenina. En Klimt asistimos a los desnudos femeninos como escondidos, ellas no saben que estamos ahí, y despliegan esa belleza soberbia como si estuvieran solas en el museo y ese cuadro fuera una ventana lejana y oculta. En cambio Schiele nos presenta a sus mujeres y ellas saben que estamos allí, y esa desnudez les pesa, sienten la energía del juicio visual, porque además no sólo vemos su intimidad física, sino también, en el contorno irregular de sus miembros, vemos las huellas de la enfermedad, del hambre, de la vida difícil.
Klimt murió en 1918, a los 52 años. Egon Schiele el mismo año, unos meses después que Edith, su esposa; ambos de gripe española, ambos muy jóvenes. No parece casual que se hayan ido juntos -él y Klimt-. Quizá Egon no quería perderle pisada a su maestro, y disfrutaba tanto esas conversaciones que decidió seguirlo. Las disfruta tanto como nosotros, en Albertina, en Leopold, en las grandes habitaciones imperiales del palacio de invierno. Paredes que se hacen más pequeñas y cálidas cuando podemos oír esa conversación, mientras ellos, quién sabe dónde, estarán intercambiando dibujos.
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