Viernes, 1 de agosto de 2014 | Hoy
Por Jorge Isaías
Hubo un hombre que hablaba con los pájaros, hubo otro hombre que hablaba de caballos, hubo otro hombre que hablaba con arañas y se paseaba con una de ellas en la manga del saco (me supo contar mi madre). Y tal vez le hablaba con ternura como se le habla a una novia.
sto pasó en mi pueblo, en mi pueblo donde sobran los ocasos, donde el sol se arremolina detrás de los naranjales dorados que cuidaba don Ledesma.
Yo conocí otro hombre que hablaba con el río, que hablaba con la noche y con los seres más pequeños y decía que todo el cosmos tiene un ritmo y que hay que estar a la altura de ese ritmo y que había que escribir el río y eso hizo en toda su larga vida, emocionando toda esa belleza que si se arrimaba a ella y se acercaba con respeto, si uno merecía esa belleza debía agradecerlo y celebrarla. Era un hombre que desconfiaba de los idiomas occidentales porque decía que estaban hechos para dar órdenes y prefería los ideogramas chinos que eran más próximos a un acercamiento más fraternal entre los hombres, y sobre todo trabajar para que esa condición de justicia se instalara entre los hombres.
Esa idea cósmica que tenía es la de una sinfonía que debe sonar, armónicamente, hasta en los seres más pequeños y oscuros, se me ocurre una mirada muy familiar a las filosofías orientales que incluye a la humanidad y su drama y también "la vida del mundo y de las cosas".
Este hombre, quien escribió todos los ríos de su provincia natal (que definía como dueña de un aire muy especial), se llamaba Juan Laurentino Ortíz, Juan L. Ortíz. o como le decían sus amigos íntimos: Juanele. Imposible no cometer digresiones cuando de hombres excepcionales se trata, y el gran entrerriano vaya si lo era.
Pero yo quería contarles de mi pueblo, donde los potros saltaban desde la niebla, limpiamente, los alambrados que cuidaban las gramillas, la gramilla absolutamente blanca vestida por la escarcha, esos potros ariscos a la mano del domador sobre las ancas, las mismas que ponían para protegerse de las lluvias, reuniéndose, agrupándose inquietos, temerosos, con el instinto animal que se previene ante la naturaleza cuando ella insiste en acosarlos, en llenarlos de ingratitud, como no queriendo dejarles un resquicio de paz a sus temores.
También contarles de sus hombres bondadosos, ceñidos al duro trabajo de la tierra, prisioneros del ciclo duro e implacable de todas las cosechas, de todos los atardeceres, de todas las etapas que se cumplían dificultosamente, pero casi con seguridad, de manera precoz, como correspondía a aquellos tiempos de sudores y de trabajos con sus días siempre exactamente iguales para las gentes de las casas y sus sueños arrojados al borde de todos los caminos.
En un pueblo donde estallaban los árboles tan verdes y en mi barrio donde estallaban todos los jazmines y la libertad de los niños derrotaban a golpes de pura imaginación toda competencia y todo juego sin juguetes, pero lleno de diversión y reservorio de todo recuerdo venidero.
En mi pueblo cuando entonces toda las muchachas casaderas bordaban sus ajuares y estaban prontas para el amor al que esperaban con un ahínco y una ansiedad dignamente aprendida en las novelas y el secreteo de las reuniones familiares, en los romances radiales que escuchaban en las siestas, en esas inmensas radios que llamaban catedrales, la de dos botones. Uno para encender el aparato y para el volumen, y el otro para cambiar el dial. Esto le hará decir muchos años después a mi amigo Carlos Berrini: "nosotros fuimos de la generación de dos botoneras".
Años de ilusiones fáciles, años simples, tan "simple como un anillo", según versificó Neruda.
Años que vistos a la distancia nos hará recordar el verso de Borges: "a mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires/ la juzgo tan eterna como el agua y el aire".
Imposible y tal vez absolutamente inútil es pensar hoy, aquí, qué hubiera sido de nosotros de no habernos criado en estos amplios espacios abiertos con tanto pájaro en alto, tanto pájaro volando, tanto sol, tanto camino, tanto trigal, tanta alfalfa verde cuyas flores eran besadas por un mar de mariposas amarillas, tanto espacio que recorrimos sin descanso y sin conciencia. Inútil pensarlo. Pero qué bueno haber sido testigo del viento, del viento que con su boca inmensa arrasaba los matorrales, mientras las garzas volaban por los aires, y el pechirrojo incendiaba los rastrojos, y ese grupo de chicos trotando en los caminos rurales mientras la lujuria y la gloria de Dios nos besaba de una vez y para siempre. Como para hacernos cargo, todos y cada uno de su propio destino.
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