Viernes, 17 de octubre de 2014 | Hoy
Por Marcelo Britos
La sangre aparecía por debajo de la cortina del comedor y llegaba hasta la rejilla del patio, y los perros la olían y lloriqueaban, como si pudieran saber de quién era. Por el intersticio que dejaban la pared y la cortina, forzando un poco la vista por el reflejo del sol del mediodía, era posible distinguir un pie desnudo y una mano, en una posición extraña. Y eso lo decía Miguel, titubeando y con las muñecas esposadas, los brazos rodeando el respaldar de una silla de metal y los bordes de esa silla apretándole los músculos. Cuando terminó de hablar le estrellaron un puñetazo en las costillas, saltó harina como una explosión blanca, los nudillos resintiendo el costado y doblándolo, un Cristo negro sin cruz, lanceado por los centuriones azules del futuro.
Cómo sabés todo eso. Lo sabés porque estabas ahí.
No, le juro que no. Lo miré desde el tapial, siempre me asomo para pedirle algo que poner en los pebetes que nos dan en las panaderías, después de hacer la descarga. Y él me da tomate, pollo, algo de mayonesa. Se lleva una tapa y me la trae.
Te vamos a hacer lo mismo que le hiciste a él, negro de mierda.
El gallego le chistaba siempre alrededor de las doce, antes de la última salida del primer turno, y Miguel se paraba encima de las bolsas cargadas en la camioneta y se asomaba, y le alcanzaba un par de pebetes, o varillas, y él se quedaba con algunas y le devolvía una con algo adentro, algo que había sobrado de la noche anterior o lo que fuera que se disponía a almorzar. Mientras Miguel comía le contaba de los buenos tiempos. De cuando había llegado de Madrid, y vivía en Buenos Aires. Siempre le hablaba de un amigo con el que iba a cenar a hoteles lujosos, a caminar por la costanera y mirar el río que devenía lento y lejano en el océano que terminaba en un lugar del que renegaba. Allí no podíamos vivir, decía. Y Miguel suponía que se refería a él y a su amigo. Y lagrimeaba por dentro, se hacía sentir el llanto en la voz y en la mirada plateada que se perdía por encima de los techos de Cristalería.
Una siesta fue Miguel el que chistó, con un pedazo de membrillo en la mano, pidiendo algo de queso. El gallego, más afectado que otras veces, le preguntó cómo iba a pagarle, y sonrió trasponiendo la cortina. Cuando volvió Miguel había extendido su cuerpo por encima del tapial, con el pene erecto en la mano. Con esto te voy a pagar, le dijo. Saltó y entraron. Relato minúsculo de la tarde perdido en una sola memoria.
Tenía un traje a rayas -le contaba-, un traje gris oscuro con rayas finitas y claras. Unos zapatos de charol, un reloj dorado que brillaba con el reflejo amarillo de las arañas, como en una película que relataban aquellos años y aquellos lugares de un delirio de abundancia. Y le explicaba qué era el charol, y las arañas, y en qué espacios del mundo estaban esas cosas, el mismo mundo en el que alguien había encajado a Chajarí, los montes, los cardenales y los ríos marrones durmiendo la tarde.
Volvé que te van a echar, y necesitás el trabajo para darle de comer a tus críos. Andá, mañana te chisto y tomamos unos mates. Vos mangueá las facturas.
En la camioneta, sentado atrás sobre las bolsas, con la brisa estival que le llevaba algo de alivio, se imaginaba al gallego en traje, más flaco, sin esas camisetas agujereadas, ni las ojotas. Imaginaba al amigo del gallego, más varonil, también trajeado y con ese brillo desconocido. Estaba conociendo algo distinto, incómodo por momentos, con ese acento extraño y la voz de mujer ronca desfallecida.
Miguel lo encontró. Cuando era casi la una y no lo había llamado se asomó y vio el corredero de sangre, y saltó el tapial pensando que le habían envenenado alguno de los perros y que lo encontraría llorando en la mesa de la cocina, con el televisor chillando las noticias. A veces a la noche dejaba entrar a los tipos, les daba algo de plata; estaba muy solo. Esa última reflexión era suya, lo demás eran rumores que escuchaba del dueño del depósito. Volvió y avisó, y después fueron derecho a él, sin preguntarle nada hasta tenerlo en la comisaría, aferrado como un chivo a la silla y dándole sin asco.
Al comisario le daba pena, muchacho ignorante, robar así y sacarse de quicio. Imaginaba lo que vendría, algunos años nomás, Coronda o Piñeiro y las celdas de dos por cuatro, y las requisas, y lo demás, lo que ningún hombre quiere imaginar, ni él, que estaba de ese lado de la reja.
Creyó oír un llanto apagado. Ahora llorás pelotudo. Sentado contra la pared, abrazando las rodillas, las marcas de los ganchos en las muñecas. Ahora te das cuenta de lo que hiciste. Dónde está el mediodía, la chata remontando la circunvalación, la entrada al barrio, su familia. Dónde está el gallego entrando y saliendo con medio sándwich. Ahora te lamentás, cuando el daño es irreparable, cuando le cagaste la vida a tu mujer y a tus hijos. Eso a vos no te importa.
Y lo escuchaba y el llanto perdía el control mínimo que había logrado, el ahogo de la garganta y del brazo amortiguando el quejido, animal enfermo esperando la muerte debajo de un mueble. Pero no lloraba por eso, ni por lo que no había hecho. Lloraba por otras cosas que ni él comprendía, pero que se instalarían para siempre en su cabeza. Algo menos remediable que la injusticia de la que tenía más o menos una idea.
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