Sábado, 18 de octubre de 2014 | Hoy
Por Javier Núñez
Qué hacés acá, tesoro, le dice de pronto una voz que lo arranca de sus cavilaciones. Ni siquiera la había visto llegar. Supone que vive cerca: se la suele cruzar en los kioscos de la terminal, o en los bares que siguen abiertos toda la noche. Tiene una peluca castaña, con rulos fuertes bien marcados, minifalda negra ajustada y un sacón sobre el top blanco, de lycra, que le levanta las tetas. Tiene un aire a Julia Roberts en Mujer bonita, pero con la cara de Richard Gere.
El manco abre la bolsa de tabaco, saca un papelillo que engancha debajo de la bolsa para que no se vuele, y arma un cigarrillo con su única mano. Cuando termina de armarlo se lo mete entero en la boca para humedecerlo apenas y evitar que se le desarme. Después muerde la punta y escupe.
YuliaGuir aplaude. Dice que ella también puede hacer algunas cosas con una sola mano.
-Hoy no, Yulia -contesta el manco-. ¿Fuego tenés?
-Me llamo Darling -dice mientras saca un encendedor del bolsillo del sacón-, ya te lo dije un par de veces. Como "querida" en inglés.
El manco se arrima a la llama ofrecida.
-Gracias -dice-. Sos todo un caballero.
-Andá a la puta que te parió.
El manco, por un momento, parece a punto de sonreír.
-A lo mejor si me saco una -dice YuliaGuir, abriéndose el sacón para mover las tetas frente a la cara del manco-. A lo mejor con una sola teta te gusto más, así no tenés el problema de no saber qué hacer con la otra. Con una sola teta: como un cíclope tético.
El manco se saca una hebra de tabaco de la lengua y vuelve a pitar.
-Un cíclope tético. Mirá que decís boludeces, Yulia.
Ella mete la mano en la diminuta cartera que le cuelga del hombro y saca un paquete de Phillip Morris. Cuando acerca la llama a la cara, el manco nota el ojo levemente hinchado, a pesar del maquillaje con el que trató de ocultarlo. Sostiene el cigarrillo entre la punta de los dedos índice y mayor, tan al borde de los dedos que el cigarrillo parece hacer equilibrio, y cuando no se lo lleva a los labios lo sostiene con la mano en alto, cerca de la cara, la muñeca levemente quebrada hacia afuera. El gesto parece natural pero el manco cree que es trabajado, que cuando está sola envuelve el cigarrillo con las primeras falanges. Tiene la costumbre de estudiar esos pequeños gestos de los demás cuando fuman para detectar pequeñas diferencias, como los que tiran las cenizas en la calle golpeteando el cigarrillo con la yema del índice en la parte superior -como se suele hacer en los ceniceros- y los que, por el contrario, vuelcan la ceniza en los ceniceros con una sacudida ascendente del pulgar en el filtro -como se suele hacer cuando no importa dónde caigan las cenizas-. Una vez conoció a un tipo que agarraba el cigarrillo entre las falanges de los dedos mayor y anular, y verlo pitar le resultaba siempre extraño, forzado, porque la utilización de esos dedos lo obligaba a luchar con la presencia del índice sobre la nariz.
El manco no sabrá, después, cómo fue que Yulia empezó a hablar o cómo se dieron las cosas para que se pusieran a hablar sentados en el banco de una plaza, ceñidos por el murmullo de las últimas horas de la tarde. Pero cuando Yulia empieza a hablar con él de cualquier cosa el manco escucha, y aunque no dice mucho poco a poco se deja envolver por la conversación e incluso propicia nuevos rumbos para el diálogo cuando aprovecha los escasos silencios para preguntar por alguna de las cuestiones a las que Yulia acaba de hacer referencia. De algún modo incomprensible, después de un rato y otro par de cigarrillos, Yulia se encuentra hablando de un lugar al que no hace referencia concreta, de donde se escapó a los once años cuando todavía se llamaba de otra forma que se niega a revelar -"a las mujeres no se les pregunta la edad ni a los travestis el nombre de varón, mi amor; conformate con saber que no siempre me llamé Darling"-, después de que el padre casi lo reventara a trompadas por puto de mierda y le jurara por todos los santos que le iba a curar a palos esas ganas de hacerse romper el culo. La madre de Yulia ya lo había notado antes, por supuesto, porque desde chiquito le gustaba vestirse con las ropas de mamá y jugar a que era una estrella de Hollywood o una diva de la televisión, pero se hacía la boluda o era tan necia como para negarlo pensando que algún día se le iba a pasar. O quizás miraba para otro lado porque sabía lo que ocurriría cuando el padre lo supiera. La cosa es que después de esa paliza que le valió una semana de hospital y de la que todavía le queda una cicatriz visible al lado del ojo -los médicos le dijeron que no lo había perdido de milagro-, el pibe que sería Yulia armó un bolso en el que metió más ropa de la madre que de él y se mandó a mudar para siempre.
Hay un bache grande en la historia de Yulia, un período de varios años que omite deliberadamente, que tal vez prefiere no recordar o que no viene a cuento. Solamente dice que fueron años complicados, que se las tenía que arreglar como fuera para comer y vivir y mantenerse lejos de la policía, porque los canas al final eran peores que el hijo de mil putas de su padre, y cuando agarraban a un pendejo vestido con ropas de mujer lo metían en un calabozo mugriento donde lo cagaban a palos diciendo cosas parecidas a las que le había dicho su padre: que era un puto de mierda, un puto del orto, un puto asqueroso al que le iban a curar las ganas de chupar vergas, y entonces tenía que chupársela a un montón de policías hasta que le dolía el estómago de tanto tragarse la leche de toda la comisaría, y a veces también había presos y policías que le rompían bien roto el culo uno tras otro, hasta que por fin lo dejaban en paz para que se arrastrara hasta un rincón a llorar y esperar a que desapareciera el dolor. Probablemente hubiera terminado mal, pero la salvó una puta vieja que se la llevó a vivir con ella cuando andaba por los quince, y que la ayudó a acceder a la terapia hormonal, tratamientos y, también, a un par de cirugías.
-Sobre todo a este par -dice agarrándose las tetas por debajo y sacudiéndolas con orgullo, lo que despierta una especie de sonrisa en el manco.
Ahora la puta vieja vive en Mendoza, sigue diciendo, donde puso una peluquería a la que le está yendo bastante bien "porque allá están las bodegas y esas cosas, y está lleno de viejas chotas pero chetas que van a la peluquería tres veces por semana y otras dos al cirujano". Algún irá a visitarla, dice. Y quién sabe, a lo mejor hasta consiga trabajo: le gustaría probar otra cosa. Y cuando lo dice se toca el ojo hinchado casi sin darse cuenta.
No sabe, Yulia, por qué le está contando esas cosas al manco, por qué están los dos ahí sentados en una plaza hablando de todo eso, pero el manco se encoge de hombros y le dice que está bien. Yulia lo mira de una forma indefinible. Tiene unas pestañas espesas, largas, artificiales y unos lentes de contacto de color que se notan incluso cuando la mira de reojo. Entonces pregunta por él. O sobre él. Hace años que te veo por acá y no sé quién sos, dice, ni cuál es tu historia.
El manco no levanta la vista. Mira las hojas secas, las láminas de corteza que se desprendieron de los plátanos como escamas, los manchones amarillos que forman, acá y allá, los aquenios sueltos que se desparraman por el suelo.
-Yo soy nadie, Yulia. Por hoy, al menos, prefiero que siga siendo así.
Yulia no insiste. Todavía tienen tiempo de un último cigarrillo en silencio. Después Yulia se levanta y sigue su camino. Chau, Nadie, dice mientras se aleja por la plaza.
El manco se queda inmóvil. Sigue la caída de una pluma suelta desde lo alto, que gira como una hélice y traza rulos en el aire. Las farolas de la plaza se encienden y las hojas más bajas de los plátanos del centro adquieren un verde que vibra. La noche está por caer.
Quedate, Yulia, le gustaría decir al manco. O aunque sea hasta pronto, Yulia, hasta luego, Yulia, nos vemos, Yulia. Aunque se lo diga a la noche, aunque se lo diga a la nada, aunque lo diga aferrado a la convicción de que se trata de una más de las mentiras de cada día. O mejor aún: so long, Yulia, como en una de esas películas que nunca iría a ver.
Pero se calla y la ve alejarse y perderse en las calles de esta ciudad que todo se lo traga. Y que ahora -o mañana, o pronto- acaso se la traga para siempre a Yulia también.
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