CONTRATAPA
› Por Luis Novaresio
Uno: El cirujano terminó. Así se lo hizo saber a su instrumentista con esa mirada que sólo ella conoce. Sólo ella. ¿Cómo no van a dudar las esposas de los médicos de esa complicidad con sus instrumentistas y enfermeras? Las historias de infidelidades reales o imaginadas que pasean por los corredores de los hospitales y clínicas han de haber nacido de esa mirada que, sutil y contundente, dice que hemos terminado. Ella se atrevió a preguntarle si se sentía bien. Jamás lo hacía. Esta vez, quizá, lo ameritaba. El volvió a mirarla. Y fue la primera vez (¿y la última?) que él le dijo con sus ojos aquella frase. Hice lo que había que hacer. Y entonces, como si se pudiera seguir el hilo de una conversación a veces de palabras, a veces de miradas, como si todo fuera un diálogo de lo más normal, él le dijo con su mejor voz: ¿o usted lo duda?
Ella le quitó su guardapolvos, acomodó los guantes y se dispuso a controlar que la chica en la camilla empezase a recuperar la conciencia. Verla en esa plancha de metal era verla más joven. ¿Qué estaba haciendo ella, la enfermera, a los quince años? Catorce y poco, la corrigió él, que también tenía el don de leer sus pensamientos. Muñecas, escuela, su madre que insistía con el piano, a cuatro manos, María Luisa y los horribles ejercicios de Annon, así de intrascendente. Es que a los quince, catorce y pocos, uno debería ser feliz pensando en lo poco trascendente que es lo que luego nos enseñarán como trascendente. Demasiada filosofía. Sobre todo, estando frente al cuerpo dormido de esa niña blanca, cansada, ya metida en la vida que no tiene que ver con las muñecas.
La enfermera recordó cuando llegó al consultorio. Perfectamente. Con su madre. Dijo que quería una cita con el doctor Bourne porque la mandaba una amiga de su hermana. De la hermana del doctor, aclaró. Cuando entró al despacho del ginecólogo, ella se sentó en la mesita del rincón, como siempre, para tomar nota en la historia clínica. A medida que la niña (¡es una niña, por Dios!) hablaba más ella escribía menos. No podía. El relato era desgarrador. La violación fue en horas de la mañana y al menos fueron dos hombres. Su brazo derecho lo tenía vendado y una pierna la movía con dificultad. Ellos prometieron volver a hacerlo. Eso la atormentaba. Mucho más que su vientre que crecía. Contra su voluntad. Los calmantes no calmaban. Los sicólogos no contenían. La niña decía que prefería morir. Y no lo decía para rematar con efecto una frase. Prefería morir.
El médico le contó a ella su decisión antes que a nadie. Como siempre. Confidente, médium de sus gestos, cómo no va a dudarse de la infidelidad de un doctor con su enfermera. Mi obligación es preservar la vida. Por eso voy a practicarle un aborto. El gobierno confió en mí la posibilidad de administrar tratamientos que aseguren, según mi saber y mi buena fe, la vida de mis pacientes. Este aborto es un hecho de buena fe. En él va mi buena fe, le dijo el médico. Si mañana viene alguien con una inflamación, con dolores de vientre, con fiebre y grita al presionarle en su zona derecha, yo ordenaré que le extraigan el apéndice. Si al abrir me equivoqué, nadie podrá decir que no seguí mi ciencia y mi buena fe para evitar algo peor, una peritonitis. Este aborto pretende salvar una vida entera. La de una mujer de quince años. Si me equivoqué con ese embrión, habré cometido un delito de buena fe.
Dos: Era marzo de 1989. Tenía dieciséis años de una familia católica y varios miles de dominio patriarcal. Había ido a estudiar a la casa de una amiga que no encontré pero sí a su tío de unos 30 años, un tipo simpático con quien tuve sexo esa vez y a quien nunca mas vi. A los dos meses me di cuenta de que estaba embarazada y a los dos meses y medio, de que no cabía en mi corta existencia la menor posibilidad de tener un hijo.
El médico de la familia se negó a hacerme un aborto. Pregunté a amigas, busqué médicos con una extraña sensación de estar haciendo lo mejor, sabiendo como para mí sensato y valiente. Finalmente encontré a un médico que terminaría con ese embarazo tan ajeno a mi vida. Sus condiciones eran $ 500 por adelantado y dado que era menor de edad y él era un médico prestigioso y no podía correr riesgos, operaría sin utilizar anestesia; debía ser así o nada. Fue así. Abrieron mis piernas al punto de sentir crujir mis huesos, introdujeron sus herramientas frías como el aire que apenas respiraba, las retorcieron entre mis carnes hasta que el dolor bajó un telón negro y sólo pude ver las caras indignadas de los médicos a causa de mi desmayo, después de que me golpearan insistentemente en la cara, como haciéndome pagar por algún pecado confeso en el S. XIII. Todavía sangraba cuando me empujaron por la puerta de atrás de la clínica privada, ubicada en la calle Castro Barros, en la ciudad de Córdoba.
Todavía veo el telón negro caer pesadamente sobre quien hoy, asumiendo poseer su cuerpo, decide abortar. Pero, aún sin anestesia, ya no me desmayo. Ni confieso.
Denuncio. A quienes nos expropian el cuerpo, el corazón, la integridad, la vida. Denuncio al patriarcado, a los fundamentalismos- particularmente al católico- a los gobiernos que miran por encima del hombro cuando se trata de la vida, cuerpos y salud de las mujeres, al penalizar el aborto. Y a esos médicos que no me ahorraron dolores hace casi diez años en una clínica privada en la calle Castro Barros.
Gabriela Robledo, escritora, abogada, Córdoba. Uno de los testimonios de la campaña "Yo aborté" del excelente sitio www.rimaweb.com.ar
Tres: El caso de la adolescente de quince años no es de ficción. Es el proceso "Rex vs. Bourne" sustanciado en Inglaterra del 18 al 19 de julio de 1938 contra el eminente ginecólogo Aleck Bourne. El médico decidió realizar el aborto a la chica y luego entregarse a la policía confesando el hecho. Es, además, la piedra basal para que el Reino Unido haya despenalizado el aborto desde hace mucho tiempo admitiendo este tratamiento hasta la semana veinticuatro o veintiocho según las circunstancias. Desde ya que el aborto por mera decisión de la mujer, queda incluido entre las permisiones en hospitales públicos y privados.
El caso de la mujer discapacitada mental de la Provincia de Buenos Aires volvió a abrir el debate sobre el aborto en la Argentina. Más allá de la aberración jurídica de un juez de primera instancia que antepone sus prejuicios o convicciones religiosas al propio Código penal que admite el aborto en estos casos, de manera específica, cada vez que se habla del tema se ventila la necesidad de fijar, de manera dogmática y pétrea, el origen de la vida y, por ende, su protección desde el inicio. Como si determinar esto fuera tan obvio como cantar cuatro ante la suma de dos más dos. De paso, es bueno que recuerden que el dos, el cuatro y el nueve millones doscientos cincuenta y cuatro mil, son convenciones humanas. Los números no existen fuera de nosotros, los hombres y mujeres que los aceptamos. No hay una "doseidad" del dos. Una "cinquidad" del cinco. Pero ése es otro tema. Lo cierto es que es hora de dejarnos de prejuicios o de argumentos plañideros y pretendidamente humanitarios que defienden al espermatozoide y al óvulo como no se defienden a miles de pibes que se mueren a diario por hambre, meningitis o tuberculosis y recurrir a la ciencia. Sí, señores. A la ciencia que estudia y que, por suerte, hoy no se quema en piras públicas como hacían los antecesores de estos "humanistas".
Sólo como resumen indicativo, se recomienda el trabajo de Alejandro Tapia del Laboratorio de Inmunología de la reproducción de la Universidad de Chile (http://proteus.dna.uba.ar/ibyme/tapia.doc) que resume: La vida humana no comienza. Sino que existe una continuidad biológica por medio de la cual se transmite, con lo que la vida prosigue. Las células a través de las cuales la vida se continúa, espermatozoide y ovocito, están vivos como cualquier otro organismo y dado que son humanos, el producto se su unión, también es humano. Lo relevante en cuestión es, en que momento se genera un nuevo individuo en quien la vida adquiere un carácter autónomo e individual. Los eventos considerados críticos para reconocer este momento en cuestión están distribuidos durante todo el período de vida intrauterina. De acuerdo al criterio utilizado, puede ir desde la fecundación hasta el nacimiento, pasando por la implantación embrionaria, la aparición de actividad cerebral y la capacidad de vida autónoma (alrededor de las 20 semanas de gestación). En suma: somos continuidad celular. ¿Cuando hay vida? NO hay acuerdo y depende del criterio que se use. De la convención humana que se apruebe. De la "doseidad" del dos que se aplique.
A riesgo de aburrir, vaya la última cita, del caso que en Estado Unidos permitió la despenalización del aborto en su comentada decisión Roe vs. Wade de 1973: "No es preciso que resolvamos la difícil pregunta de cuándo comienza la vida. Si aquellos entrenados en las respectivas disciplinas de medicina, filosofía y teología, son incapaces de llegar a algún consenso, tampoco está la judicatura a estas alturas del conocimiento humano en condiciones de especular".
De lo que se trata, y esto es de este cronista, es que en casos tan terribles como el que vivimos esta semana y en todos y cada uno de los hechos en donde una mujer decida interrumpir lo que ella, de buena fe e informada, cree que no es una vida independiente, se garantice el igualitario derecho a la salud, a la decisión y a la responsabilidad por sus actos. Nada menos.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux