CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
Me presento.
Soy el domador del circo. El que cada noche mete su cabeza en las fauces del felino. Sin trucos. Sin red. "Nada de atajos, Roviralta; caso contrario, le conviene buscarse otra carpa". A menudo lo pienso.
Entro a la arena, hago restallar la fusta con manos que podrían no responder y dejarla caer. Pero responden. Doy la vuelta al ruedo, torero sin capa, brazos en alto, y los aplausos, las aclamaciones, los ojos asombrados de los pibes. También la espera. Ellos esperan. Mi cabeza dentro de los colmillos.
Colocarse los guantes, respirar en tres tiempos, abrir las rejas, el clarinete tocando a zafarrancho para, enseguida, caer en colapso, el león que se acomoda, la invasión del silencio en la carpa, la catalepsia que sordamente reclama un ataque, una mutilación. Y respirar en tres tiempos, entregar al ayudante el par de guantes de cuero, ceremonial de parsimonias y contenciones que me acercan a las fauces.
El león se revuelve inquieto en el banquito; habrá comido bien o mal, estará malhumorado por ese pedregullo que arrojan –ellos- o lo levantará, arisco, el chillido estúpido del que se hace el Tarzán en la cuarta fila; el león se revuelve, y, a pesar de los meses, no me conoce. Ambos desconfiamos. La breve melodía no alcanza a apaciguar la excitación de la platea, y con la fusta, de lejos, induzco a la bestia a abrir el morro. Avanzo, con lentitud. Tiempo de descuento hacia el ultimátum: meter la cabeza en el gran agujero negro. Escucho los murmullos ¿insultos bajos? que vienen del ala derecha de la tribuna; al agacharme ligeramente para entrar, me sobresalta la moneda que resbala repicando en ese barrote. Tarzán lanza otro alarido y parte de la platea festeja. Empiezo la cuenta mentalmente; debe hacerse la cuenta, ni tan rápido que prohije abucheos, ni tan lento como para que el león lo devore a uno.
Ya cierro los ojos y ya me meto en la cabeza de la bestia. Uno dentro de otro. Latidos en estereofonía. Escalofríos.
Hoy la cuenta se estira interminable aunque resulte fugaz para el público; y el león no entiende su papel en este número, ni las alianzas. No sabe que todos "ah, qué cosa horrible, esa sangre y esos tendones desgarrados y la cabeza del domador rodando, y las balas con que mataron a la espantosa fiera, no sé cómo permiten una cosa así y los chicos que no me durmieron en toda la noche, impresionadísimos, y la camilla que salió con el cuerpo decapitado y la cabeza rodando, imaginate, el charco rojo, y le dispararon primero a la bestia con una cápsula anestesiante pero era tarde, se había ensañado, la lengua le colgaba al pobre domador, le colgaba, un asco".
Cuarenta. Retiro la cabeza totalmente y agradezco las palmas elusivas, desganadas, que algunos dejan caer. Rebotan también pelotas de chiflidos. Y un "macanero, andá a robarle a Magoya".
Cincuenta. Respiro. El conteo concluye cuando salgo de la arena y me refugio en el pasillo, ya distanciado mi cuerpo del verdadero peligro. A salvo por veintitrés horas.
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