Jueves, 6 de noviembre de 2014 | Hoy
Por Jorge Isaías
Cuando era el tiempo de las lluvias, se les llamaba "temporales", debiendo aclarar entonces que sólo tenían ese derecho o categoría cuando el mérito era frondoso en días y en vendavales grandes vientos que hamacaban grandes árboles con las ramas que golpeaban tocando el suelo, y por supuesto, quedando algunos con un muñón abierto al cielo cuando el escampe era seguro y un solcito tímido aparecía luego del arco iris.
Uno, como en el poema de Tuñón podía pensar en cementerios abandonados o en barcos que naufragaban o en islas que iban constantemente a la deriva. Aquellas islas que se llevaban los sueños, pero que quedaban adheridas a la materia con que los poetas arman sus versos, nos dan ese alimento que no tiene precio porque si bien no se vende, es el alimento que nos hace vivir, que no nos deja tan inermes ante la posible muerte de los sueños, que se hacen, se formulan y se comparten en un espacio que se nos torna insustituible. Forman, por decirlo de algún modo aquello tan inasible que no podemos nombrar ni definir. Porque como alguna vez dijo Juan L Ortiz "la poesía es tan indefinible como el amor". Sólo sabemos que tiene que ver con las palabras y con los sentidos, con aquellos que nos hace más humanos, menos miserables, más próximos a la dúctil sensibilidad de los niños.
Todo esto me pasa porque esta lluvia de algún modo invade hasta el más recóndito de todos los recuerdos.
Esos recuerdos tienen que ver con los años idos, con las vidas de hombres y mujeres que arracimaron una parva de anécdotas, de situaciones, de días que se ensañaron en la carne, de rostros queridos, de rostros que aparecen desde lo más remoto de los tiempos.
Y piden su lugar en mis historias, en la simple vida de todos, girando, girando en los amaneceres y agonizando con todos los crepúsculos.
Esos atardeceres que precedía las noches cerradas, pero que en sus última luz tal vez mostrara contra el horizonte un grupo de jinetes con sus sombreros que le comían los rostros cubiertos del polvo que las tareas a cielo abierto con la hacienda brava les había regalado en otro día de esfuerzo que tal vez atemperaran con una parada en uno de los tantos boliches de las afueras y esos jinetes cansados se apearan, atando las riendas de sus cabalgaduras en algún palo de ñandubay que oficiara de improvisado palenque y bajaran a tomar un par de copas para sus gargantas resecas y aflojara esos cuerpos que venían atenazados sobre los caballos, sentados sobre esos aperos sudados y luego seguir hasta sus casas donde en casi todos los casos una mujer con una ronda numerosa de hijos los esperara con la cena, de la cual darían cuenta muy pronto y que empujada con un par de grueso tinto llegara más rápido al estómago. Y luego el hombre sacaría una silla al patio de tierra apisonada, y en la oscuridad, armaría un cigarro y lo fumaría en silencio y sumo placer merecido. Los vecinos saludarían a ese hombre, o mejor a esa brasa que brillaba en la oscuridad de la noche, hasta que el hombre abandonaría esa silla e iría con sus huesos molidos, a depositarlos como una bolsa muerta sobre el humilde colchón de chala donde muy pronto también llegaría esa mujer que compartía esa vida de penurias con él y sus hijos, en esa casa humilde, en el mejor de los casos de ladrillo sin revocar y en el peor, un rancho de adobe con techo de paja, que una caterva de perros llenaría de huesos y no faltaría alguna gallina flaca que picoteaba en el medio de la mañana soleada esos granos de maíz o de trigo que la mujer arrojaría con desgano, mientras que en la otra mano llevaría un mate, único desayuno antes de empezar con las tareas domésticas, luego de que los hijos se hubieran ido a la escuela.
Su hombre en cambio, habría salido antes del alba, cuando recién cantaba el primer gallo, luego de ensillar prolijamente uno de sus caballos, luego de tomarse sus mates.
Como la calle en que vivía era la última del pueblo, no le costaría mucho tiempo encontrar ese callejón que lo llevaba al ancho camino de esa gran estancia donde trabajaba, y que iría a su vez despertando para las distintas tareas.
Entonces el hombre, inclinando levemente el cuerpo hacia delante, apretaría con sus espuelas las verijas el alazán y al galope incipiente lograría una regularidad en su ritmo y todos los ruidos del campo al despertar lo recibiría con ese aire puro que le llenaría los pulmones y el corazón de una dicha conocida, que no por repetida lo abandonaba ese día.
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