Viernes, 7 de noviembre de 2014 | Hoy
Por Rosana Guardalá
El sol estalla en el ventanal del higiénico living, pero aun así estamos adentro. La tijera, el alambre raquítica que encontramos en un cajón de la cocina y el papel crepe están dispuestos arriba de un mantel que cubre la mesita. Las alemanitas miran con atención quirúrgica los corazones de papel que voy cortando. Las conocí hace un par de años, gracias a mi compañero. Son hijas de un alemán y una argentina que viven en España. Podrían ser un simpático muestreo de culturas cruzadas, pero no. Gestual, discursiva y relacionalmente son alemanas.
La mayor tiene seis años y la menor, cuatro. Sólo un atolondrado distraído diría que tienen "cierto aire". Son completamente diferentes. No soportan el parecido pese a que en ambas sus ojos acuosos se entrecorten por los alocados hilos de sol que les caen sobre la cara. Miran diferente, construyen mundos opuestos. La mayor me observa como un cachorro felino agazapado. Siempre está analizando los movimientos mínimos e imperceptibles para después saltar sobre la escena. En cambio, la pequeña se deja llevar por las risas y la torpeza que diluye los detalles. Para la alemanita menor el mundo pasa por la intensidad. Pensaba ésto cuando escuché:
-¿Pues, qué haremos con ellos? -dijo la más grande cuando los corazones habían alcanzado, para ella, la cantidad suficiente como para hacer algo.
-Vamos a hacer flores de papel crepe. Rosas. -les dije con la convicción simpática de quien tiene algo para enseñar.
-¿Cómo las que están en la plaza de juegos? ¿Cómo esas, tía? me apuró la pequeña, mientras se sacaba los rizos de la boca.
"Tía". Nunca nadie me había unido a esas tres letras. En cambio, yo sí las había citado en diferentes ocasiones "es la tía de tal o cual", "mi tía" incluso por oposición diferencial: "no soy tía". Esa cierta familiaridad lateral, solía precisar casi siempre, una buena localización afectiva. Las tías políticas o sanguíneas terminaban siendo en la mayoría de los casos, madrinas; más precisamente hadas madrinas. No había mucha reflexión posible al respecto. En ese momento, "tía" y mi nombre eran sinónimos. Las alemanitas, sobrinas políticas o del corazón me habían situado, sin esfuerzo, en su mapa amoroso.
Seguí la conversación como si pasara un tren. Un tanto ensordecida.
-Sí como esas mismas, pero de mentira.
La aclaración me pareció inmediatamente inoportuna, pero ya la había hecho. Agregué: -Parecidas. Son parecidas-, mientras continuaba ahondando los corazones de papel para que se transformaran en pétalos. En el gesto mecánico, recordé mientras envidiaba un sol que habíamos decidido no honrar, las indicaciones de Lili, la tía de mi padre. Ella me había enseñado esas rosas, en una tarde de invierno cemento, en la que no se podía hacer otra cosa más que comer. "Estas las hacíamos para llevárselas al doctor o a la maestra. Una gentileza por sus cuidados", me dijo como si quisiera convencerme de su utilidad. Me imaginé llevándole un ramo al Dr. Páez Seisas. "Dale querida. Ponete la bata que ya te reviso. ¿Cuántos años tenés? ¿Cuánto fue la última vez que te vino? Bien". Me vi en el intercambio de las rosas de papel por la orden del PAP. Ciertas personas no pueden entender lo saludable que son los los regalos.
-¡Tía, tía! El pétalo -gritó la alemanita mayor desinflando la voz.
Su mirada me condujo directamente al pétalo roto. La más pequeña me observaba con una tristeza de verdad. Esas, en las que los adjetivos son accesorios. Supe inmediatamente que les había fallado. No importa. Se rompió. Usamos otro y ya.
No había palabra posible después de esa certeza. Pero, equivocadamente y en la estupidez con que los adultos vamos queriendo responde a la vida, le dije: -No, sólo se rompió.
-La rompiste, tía. Ahora empezará a morir.
Las palabras de la pequeña alemanita se sintieron en mí como esos calambres que te agarran a mitad de la noche.
Sonó el timbre. Salieron al galope camino a la puerta de entrada. Había llegado su madre. Se colgaron de sus extremidades olvidándome en el living. "¿Qué estaban haciendo bonitas?" preguntó ella entre besos.
-La tía nos estaba enseñando a hacer flores casi de verdad hasta que las mató.
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