Lun 17.11.2014
rosario

CONTRATAPA

La intérprete

› Por Dahiana Belfiori

Atadas con una cinta roja, una veintena de partituras clásicas para piano llaman la atención de Mariel, que revuelve hojas y chirimbolos en busca de un lápiz. Que ella supiera, no había historia melómana en su familia, ni músicos de fogón, ni tan siquiera sublimes cantores de ducha. Sólo a ella, los grillos y los sapos del atardecer y las canciones de cuna que su madre india tarareaba mientras lavaba la ropa, le despertaron esa curiosidad indecente por desentrañar el orden musical del cosmos. ¿Cómo es que fue a parar esa pequeña pieza musical al cajón del viejo escritorio de su padre en medio de un manojo de papeles ajados y amarillos?

Mariel tiene dieciséis años y una biografía de aprendizaje intensa y breve en la escuela pública de música del pueblo pampeano. A los once comenzó a asistir a clases de piano con un profesor que venía de la capital una vez por semana. Entre dictados rítmicos y melódicos, advirtió la diferencia entre componer e interpretar: por alguna razón que no alcanzaba a comprender, a la sangre india de todos los tiempos le estaba vedada la autoría. A la par supo de la mejor técnica para ejecutar con precisión cualquier instrumento: la silla, eternas horas de silla. En la silla fue aprendiendo a interpretar a los clásicos. Sin respeto por cronologías, tal vez sí por la dificultad para tocarlos, trazó un camino estético lleno de figuras masculinas. Tan sensibles como sólo los varones podían serlo. Tan blancos como sólo los europeos podían serlo. En su tez morena aparecían signos de ciertos ardores con uno de esos varones de la música clásica: la cautivaba y la subyugaba al punto de no poder desprenderse de la melodía que sus torpes dedos no atinaban a pulsar. Schumann la extraviaba en su verborragia íntima, casi confesional. Lo amaba en su desborde juvenil, casi tanto como lo odiaba al no poder asirlo. Su "Fantasía Op. 17", tan vibrante, tan femenina, le hacía pensar en un Schumann mujer.

Señales de mujer son las que aparecen entre sus dedos mientras desata el nudo rojo. No sale de su asombro. No sólo las partituras de Bach, Mozart, Beethoven, Schumann, Brahms, Wagner no tienen razón de ser en ese cajón. Una pequeña obra de una tal Clara Schumann, la deja sin aliento. Con las partituras en la mano sale corriendo al cyber del pueblo y busca información sobre Clara. ¿Por qué su profesor no le refirió nunca sobre mujeres compositoras? ¿Por qué sólo había un modo masculino de componer en la academia? ¿Quién era esta Clara que la convocaba desde una melodía intensa y cercana? Pone a todo volumen "Romance 1 Op. 11", la pequeña pieza hallada, en unos parlantes que saturan, mientras lee acerca de sus ocho hijos, de sus numerosas composiciones y arreglos, de su excelencia como intérprete, de su renunciamiento a componer creyéndose carente de talento. Sigue escuchando otras obras, no puede detenerse. Fascinada, Mariel entiende la abdicación de Clara, a la par que adivina el origen de los arrebatos que siente ante las melodías de Schumann: la seducción de la virilidad femenina, la sutileza de la áspera dulzura armónica. Melodías andróginas, indefinidas, señalan la presencia de Clara. Allí está ella, siempre estuvo.

Corre hacia su casa, tropieza con su madre que tararea mientras lava; le pregunta, la acosa. Su madre, concentrada en las manchas de las sábanas blancas que visten camas ajenas, sigue tarareando. Canturrea y en el canto se cuela la presencia de una cadencia conocida. De esas notas nace una historia. Mariel sigue descifrando. El bisabuelo, el padre del padre de su padre, nace para ella en una canción de cuna india, en noches de insomnio y de miedos niños. Adivina en un pentagrama mental con qué arrebato tocaba el piano en su juventud. Y cómo bajó del barco que lo traía de Alemania hacia estos suelos, huyendo del horror, con su único amor en los bolsillos de un saco roto: aquel puñado de partituras. Y cómo por puro pudor, tan respetuoso como inexplicable, nunca más las quiso interpretar. Transcribe desde el ritmo del roce de las manos de su madre con el fregadero, el recuerdo que esboza de ese bisabuelo que en los últimos años de vida murmuraba algo acerca de una melodía que le hubiera gustado ver fluir entre sus manos, al menos una vez más. Breve y femenina. Y sin darse cuenta, esa madre india la recuerda en el tarareo de la ropa limpia y repite el silbido de aquel hombre desterrado y aferrado en el exilio a la creación de una mujer. Su tierra era una mujer que tarareaba.

Mariel vibra en encuentros y sigue corriendo, llega al piano de la escuela de música, está deshabitado a esa hora de la siesta. Lee, imagina. Tararea, como lo hace su madre. Música dulce y angustiosa comienza a surgir del piano. Mariel desea desentrañar a Clara como lo hacía ella con las obras de su marido. Ahora sabe que Clara ejecutaba magistralmente todas las composiciones, las propias y las de Robert Schumann. Mariel tal vez amaba a Schumann porque intuía que quienes mejor lo interpretaron fueron mujeres. La que se decía suya, Clara. Y otra argentina, la Clara del siglo XX.

Ensaya durante horas. En la siguiente clase sus dedos recorren el piano con una soltura que asombra al profesor. Una india, mujer, morena, en un pueblito sin nombre de la gastada pampa argentina, le da vida a una compositora clásica y al sueño de su bisabuelo, ambos alemanes. Justicia poética, que le llaman.

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