Sábado, 29 de noviembre de 2014 | Hoy
Por Javier Núñez
Todavía hoy, cuando llevo a mis hijos a un cumpleaños o un acto escolar en el que aparece un mago, me acuerdo del tío Pierre y se me cierra la garganta de tal forma que me veo obligado a dejar la sala o el patio donde tiene lugar la función para alejarme del acto de prestidigitación como un animal salvaje del fuego. Sé que es absurdo, pero no puedo evitar que me asalte una tristeza insalvable o una fobia repentina y entonces salgo a fumar en silencio mientras a mis espaldas persiste la voz artificiosa que anuncia maravillas y el coro de asombros infantiles que celebra unos pobres trucos de salón. Sé que es tan absurdo como evidente, porque hace apenas unos días lo volví a hacer y mi hija me siguió hasta la calle para tomarme de la mano y decirme que no tuviera miedo. "Es solamente un mago", dijo. Y yo no supe qué contestar o cómo hacerle entender, después de tantos años.
Eltío Pierre era un solterón empedernido y extravagante que se autoproclamaba mago. Al principio la familia no lo tomaba en serio y lo dejaba hacer esos absurdos trucos con los que nos deleitaba a los menores en cumpleaños y sobre todo en las fiestas de fin de año, cuando la familia en pleno se reunía en la quinta de Funes de la tía Clori.
Eran trucos menores, gracias sin demasiada gracia que ejecutaba en la mesa mientras comíamos: la desaparición de un pulgar en el puño cerrado de la otra mano; la aparición de una moneda en orejas ajenas; los pañuelos floridos que metía en un puño cerrado para después hacerlo aparecer bajo la fuente del clericó. Y los chicos tratábamos de imitar o adivinar cómo hacía mientras los padres se impacientaban porque nos olvidábamos por completo del plato que teníamos enfrente. Los trucos se iban sofisticando a medida que avanzaba la cena y después de comer, en la canchita de fútbol que estaba detrás de la pequeña loma en la que se alzaba la pileta, nos maravillaba con fuegos de artificio que surgían de sus mangas o encendía cigarrillos con las orejas mientras ponía los ojos como el dos de oro.
Para el final siempre reservaba el mismo truco: nos hacía rebuscar en los bolsillos vacíos de su saco sin que halláramos ni una pelusa para al fin suspirar como resignado, meter las manos en sus bolsillos una y otra vez y arrojar al aire mariposas brillantes que se desplegaban por el cielo estrellado de la canchita de fútbol. Siempre se iba con ese último acto, mientras nosotros nos dejábamos caer de espaldas en el pasto y contemplábamos absortos las pequeñas manchitas radiantes que iluminaban por un instante la noche y se perdían en lo alto para siempre. Las veíamos ascender hasta que apenas eran puntos indiscernibles que se confundían con las estrellas, siempre con una extraña sensación de desprendimiento o nostalgia anticipatoria, como si esas mariposas que despedíamos año tras año simbolizaran algo de nuestra infancia que no habría de volver.
El tío Pierre, entretanto, regresaba a la mesa silbando o cantando alguna canción a media voz. Los mayores todavía lo dejaban hacer sin mayor escándalo.
Pero después, cuando empezó a insistir en todas partes con eso de que no eran trucos sino magia de verdad, empezaron a mirarlo con sorpresa o espanto y a susurrar a sus espaldas cada vez que empezaba con sus actos. Fue por entonces cuando empezó a decirle a todo el mundo que se llamaba Pierre, porque le parecía que un mago tenía que tener un nombre "con estilo". (En realidad tenía un nombre mucho más mundano por el que, todavía hoy, cuando surge su recuerdo, la familia lo nombra. Si me permito el otro nombre, ese que escogió en algún momento de su vida porque el que le habían puesto sus padres le parecía demasiado "prosaico y poco glamoroso", obedece acaso a la impunidad de la escritura o a una suerte de rebelión a destiempo, porque aunque mi abuela ya no está para cortar el aire con el hielo de su mirada cada vez que alguien se atrevía a decirle Pierre, la huella de ese reproche silencioso se extiende como un legado irrenunciable. Por eso Pierre y Pierre y Pierre, y el destierro inútil del nombre auténtico en este puñado de palabras que lo evocan).
Lo único que consiguió fue que, durante un tiempo y siempre a sus espaldas, la gente del barrio y hasta la familia se refirieran a él como "el loco Pierre", hasta que mi abuela --después de la áspera discusión que le siguió a un almuerzo familiar-- prohibió para siempre que se lo llamara de otro modo que no fuera su verdadero nombre, como si ese gesto autoritario bastase para erradicar la amenaza de la locura.
Hay algo infinitamente triste en ese instante de incomprensión, de comunicación imposible, entre alguien que se cree perfectamente cuerdo y aquellos que no albergan la más mínima duda en cuanto al deterioro evidente de sus facultades mentales. Un abismo percibido de repente en medio de una sobremesa, como si un terremoto secreto hubiese abierto una fractura insalvable entre los comensales. Hay algo infinitamente desolador en la mirada del que se resiste a ser considerado un loco, que trata en vano de rebatir argumentos lógicos con trucos de salón que son recibidos con escepticismo o exasperación.
Durante un tiempo, la familia trató de disuadirlo con un empeño mancomunado que nunca ha vuelto a repetirse: unos trataban de convencerlo con argumentos sensatos; otros lo invitaban al disimulo; algunos lo amenazaban abiertamente y sin reparos, pero todos, sin que nadie quedara afuera, aportaban su cuota para arrastrarlo hacia el lado de la cordura. El tío Pierre, al principio, no les prestó mucha atención: como si creyera o quisiera creer que se trataba de algo momentáneo, un malestar pasajero que acabaría por disiparse, un nubarrón espeso que se hubiera posado sobre la mesa de cada reunión. Tal vez pensaba que no había más que esperar a que el viento soplase en otra dirección para que todo volviera a la normalidad. Pero el tiempo pasaba y el clima, en vez de distenderse, se volvía más y más espeso: cada aparición del tío Pierre traía consigo una tensión tan evidente que la atmósfera de la mesa podría haberse revuelto con una varita --claro que el tío Pierre, si es que tenía alguna, se cuidaba mucho de sacarla--.
Cada gesto del tío Pierre era seguido por una decena de pares de ojos, cada palabra interrumpía hasta el rumor de cubiertos y cada movimiento de sus manos, por leve que fuera, cortaba las respiraciones de la mesa.
El celo desmedido era tan evidente que una tarde se arremangó la camisa para no mancharse los puños con salsa y cuando levantó la vista notó que todos los integrantes de la mesa, desde los grandes hasta los chicos, lo contemplábamos fijamente con los cubiertos suspendidos a mitad de camino entre los platos y la boca, sin atrevernos siquiera a respirar.
El tío Pierre suspiró, llenó su copa con vino tinto, la alzó hasta el nivel de los ojos, dijo "ahora lo ven", hizo fondo blanco y dijo "ahora no lo ven". Después se levantó de la mesa, sin terminar de comer. Se alejó dos o tres pasos pero volvió, la cara encendida como si una llamarada feroz la iluminara desde adentro:
--Abracadabra --dijo--. Me olvidé de las putas palabras mágicas.
Entonces sí, se fue dando un portazo tan fuerte que todas las copas de
la mesa empezaron a temblar al mismo tiempo.
Y siguieron temblando.
Siguieron temblando mientras el vino se agitaba en su interior, como si la furia ardiente del tío Pierre lo hubiera hecho entrar en ebullición, hasta que saltaron burbujas y todos nos levantamos espantados de la mesa para contemplar cómo el vino se revolvía y se transformaba, y de las copas salían disparadas un montón de mariposas púrpuras, un centenar de mariposas, un millar de mariposas que inundaron el comedor y las habitaciones y cada uno de los rincones de la casa antes de perderse por las ventanas abiertas y desaparecer para siempre, igual que el tío Pierre.
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