Jue 04.12.2014
rosario

CONTRATAPA

De guantes blancos

› Por Ezequiel Vázquez Grosso

A los veintiséis años el italiano Roberto Saviano se hizo mundialmente famoso gracias a una denuncia pública que hizo sobre la camorra, la histórica y más que conocida mafia napolitana. Después de la publicación del libro, que logró transformarse en best﷓seller y hasta tuvo el privilegio de llegar al cine, el joven autor pasó a convertirse en un paria de la tierra. Amenazado de muerte por una de las organizaciones criminales más grandes del planeta, no tuvo más opción que extraviarse en los lindes del mundo y pasar sus días acompañado de un equipo de carabineros, refugiado bajo nombres diversos y topografías inconfesables. Sin embargo, parece que a Saviano el riesgo le resulta una tentación ineludible o casi un juego. Cero Cero Cero, título que alude a la blanca pureza de la harina, es el libro que ha lanzado hace pocos meses, y cualquiera con dos dedos de frente sabe los riesgos que esta situación impone. Lo importante, pese a todo, es la frase bajo la cual se está publicitando. Una frase que dice, más o menos, algo así: Mira la cocaína. Verás polvo. Pero mira a través de ella. Y verás el mundo.

Por qué la cocaína se ha convertido en uno de los negocios más rentables de la época quizás no haya que explicárselo tanto por la amplia capacidad de su producción sino, más bien, por la particularidad innata y precisa de su consumo. A diferencia de otras drogas, como el éxtasis, que tiene sus rituales, o el porro, que tiene sus momentos y sofisticaciones, la cocaína puede ser de consumo diario y hasta continuado, apto para cualquier momento y, ante todo, invisible a la mirada inexperta del ojo. Consumen cocaína taxistas y empresarios. Padres serios de familia. Artistas y políticos. Colectiveros y psicoanalistas. Profesores universitarios. Locutores de radio y predicadores evangelistas.

La cocaína se escurre por la máquina diaria de la ciudad y sus movimientos, y no hace otra cosa más que aceitar el mundo que la facilita e implora.

Aquellos que relacionan esta droga con los barrios marginales de las grandes urbes no sólo pecan en su infantilismo sino que desconocen una franja importante de lo que pasa. La cocaína de esos lares, la más económica, es de mala calidad, y no sólo arruina los estados de salud más severos sino que está cortada con fármacos que invitan a la más patética desesperación y perfidia. Aparte, cuando los jóvenes encuentran que el futuro es una caricatura un tanto desprolija, entregarse a los brazos duros de la falopa no es un camino que requiera muchos preámbulos y prevenciones. La droga está ahí, al alcance de la mano, y simplifica un disfrute muchas veces imposible de encontrar por otros medios.

Cualquier habitante de Rosario que medianamente haya sabido ejercer el oficio de caminante, sabe que la droga en la ciudad se consigue fácil y sin muchas complicaciones. A diferencia de barrios marginales un tanto más complejos como los de Capital Federal o Bogotá, entrar en una villa en Rosario tiene sus enrolles inevitables pero no es algo imposible de salvar. Hay que tener tacto y conocer algún que otro código. Ser respetuoso y estar atento. Pero por más que los grandes medios de comunicación nos saturen con sus placas de violencia, en las que se expresa una casi imposibilidad de la vida, todavía es posible caminar por la ciudad y sus alrededores y, quizás, hasta tener la posibilidad de comprar una buena coca.

Para los que no quieren asumir esos riesgos, está siempre la posibilidad potable de aquél que se llama por teléfono y, en el mejor de los casos, alcanza el producto hasta la puerta de casa, o, en el peor, te hace subir a un taxi a las corridas para llegar a una esquina determinada. Si son las dos de la mañana, probablemente se hayan acabado las cifras más pequeñas y haya que pagar precios elevados. Si el enterado ya está arriba del auto y declara no llegar con la métrica de su billetera, puede que consiga el altruismo de un pase, una situación que no va a hacer más que dejarlo a uno picante y de un humor insoportable.

Si en la agenda no hay número alguno para poner en funcionamiento el pulgar, también se pueden visitar prostitutas o travestis. Bares de billar. Boliches bailables. Quioscos veinticuatro horas. Verdulerías. Esquinas con poca luz y anatomía. Burócratas de medio pelo. Cuidacoches. Hoteles. Puticlubs. Patovicas.

Toda una red que alerta sobre la marginalidad y la promiscuidad de tan movedizo negocio pero que, ciertamente, no encuentra en sus puntos nodales las fuentes de su producción.

Cada local tiene, por lo general, una barata y una cara. La barata es la que consumen los pobres, la que destruye familias y remonta mil demonios. La cara hace lo mismo. Pero en un tiempo más prolongado. Algunas llevan nombres especiales para sorprender y cautivar, escama o alita son las más conocidas y, en verdad, son las peores, son las que más ansiedad engendran en los cuerpos, las que precipitadamente hacen que uno entregue las manos a unas esposas corrosivas y asfixiantes. Si de nombres propios hablamos, las más pronunciables y caras, que se compran de a varios y por peso, son las mismas que toman el Diego o Charly García. Esta es la de Maradona, te dicen con un guiño que promete paraísos, pero que no significan más que chapotear en un mismo pantano un tanto más amueblado.

La cocaína, podemos decir, está en todos lados. Es parte básica del túnel diario que corroe las entrañas de las ciudades. Interesante para una noche de lectura o de amigos, para aquellos que quieran pasar una temporada en el infierno o, como dice Roberto Saviano, ver por un instante el mundo a través de ella, la cocaína como commodity, sin embargo, es una cosa monstruosa. Una instancia que no está haciendo más que multiplicar la muerte y la violencia como pocas veces se ha visto.

Mientras tanto, unos pocos se andan llenando los bolsillos. Unos pocos que andan abriendo concesionarias de autos, hoteles y casinos. Unos pocos que, como siempre, miran la cosa desde arriba. Desde arriba de un edificio, probablemente, hecho de cocaína también.

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