Lunes, 15 de diciembre de 2014 | Hoy
Por Víctor Maini
Disfrazado de Descartes traté de interpretar la biblia. A medida que me hundía en el dogma, misas y ceremonias, más me alejaba de la emoción que me causaba permanecer en una iglesia desierta como quien se sienta con uno mismo a compartir su propio silencio. Me aboqué a las matemáticas, abrasé los fríos signos, tratando siempre de encontrar seguridad en lo exacto. Estudié las leyes para mediocres, ignoradas por los habitantes de los extremos. Fabriqué mi propio diccionario con palabras aptas para el sistema, éxito, tranquilidad, conveniencia, familia, planificación y otros términos tan simples como hipócritas. Incendié otros vocablos como amor, pasión, pulsión, percepción. Consumí bienes artificiales que no me satisfacían ninguna necesidad natural. Atormentado por el misterio, gasté noches arrojándoles piedras a gatos y lechuzas. Aunque nunca pude matar ningún ejemplar, espantaba sus ojos cargados de respuestas indescifrables. Juro que hice todo lo posible para dejar de sentir demasiado, para alejarme de la sensación de pánico que me causaba ver a chicos durmiendo en la calle, respirando pegamentos en bolsitas, restos humanos mendigando en los semáforos. Confieso que en un momento estuve a punto de lograrlo, resistí estoico mi alienación en un trabajo insulso, cumplí con las expectativas de los que manejan esta maquinaria naranja, esperaba los viernes para bailar los sábados y deprimirme los domingos, fabriqué un poder ficticio beneficiado por una cuestión de género en medio de un patriarcado en ruinas. No entiendo qué me pasó, ni cuándo. Creo que nunca voy a saber qué fue lo que detonó mi dique cartesiano. Los profesionales dicen que ante una crisis profunda uno recuerda hechos anteriores y posteriores a la misma, nunca el que lo generó. A pesar de esto gasto tardes enteras tratando de recordarlo. Posiblemente fui atropellado violentamente por mi pasado, la risa de Ivana, el perfume de Raquel, la voz de Liliana. Quizás marcó mi destino el día que tuve que abandonar un recital del Flaco Spinetta para no morir ahogado en llanto, o la noche que encontré el cadáver perfecto de un gato negro velado por almas humanas, o el momento preciso en el que fui atacado por búhos empecinados en alejarme de su sabiduría. En realidad creo que nunca podré saber el momento exacto en que chocaron de frente Eros y Logos produciendo la muerte instantánea de mi felicidad. Los dementes somos condenados a la soledad. Los normales saben que tienen el germen no activado de mi enfermedad y temen reflejarse en mí. Hoy me siento una madera que flota en un torrentoso río de sensaciones, me conmueve la música de los Redondos, pero ya no trato de analizar sus letras. Alterno días de encierro en total oscuridad para sentirme abandonado hasta por mi propia sombra, con otros en los que deambulo por las calles visitando monumentos. No me detengo en los próceres militares, sigue huyendo de la idea de que patria y ejército son sinónimos. Aunque mi ciudad no cuenta con una pirámide que recuerde al filósofo francés, suelo instalarme a la vera de algunos de sus discípulos. Acampo seguido al lado de Sarmiento. Al igual que a mí, la gente lo esquiva e ignora. Las estatuas le suman a la bella frialdad de la escultura, el hielo de la indiferencia. El día que decidan honrar en bronce al loco urbano, ese será el único monolito que no sabrá de olvidos.
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