CONTRATAPA
› Por Ezequiel Vazquez Grosso
De las diversas maneras de pasar el verano pareciera que el de las vacaciones es la más acertada. Sobre todo en enero, en el que el calor es espantoso y hasta inmoral, arrebujar el espíritu en algún paraje hecho de arena y agua es casi que un imperativo de civilización. Después de haberse pasado casi trescientos sesenta y cinco días ocupados en cumplir con las metas que este mundo tan moderno nos propone, hundir en líquida sustancia ese manojo de dedos que verticalizan nuestra existencia es lo que menos puede hacerse. Lo que resta, ya se sabe: emborracharse hasta el cansancio o la parodia; entregar nuestro ánimo a viejos y pequeños placeres fugitivos: que el guijarro más redondete y conturbado haga el tan aclamado sapito; robarle un beso a algún desconocido en la tibia elocuencia de la noche; que cada pieza de nuestro armario parezca haberse fabricado no bajo el manto de unos niños nipones esclavizados, sino en el medio del tumulto de las brasas del mejor y más honesto de nuestros asadores. Así es el verano. Anegado de sorpresas, de instintos esquivos, de pocas vacilaciones. Así son los que vacacionan, que los hay, y por todas partes. Los casos curiosos, por el contrario, son de los que se quedan en su tierra.
De los que se quedan, hay de las más diversas especies. El nostálgico, abunda. Como gustaba decir a Fitzgerald sobre la vida norteamericana, el nostálgico cree que las vacaciones no tienen segundos actos: son sólo en enero, en la playa (montañas, páramos, selvas: estorbos, sólo estorbos), rodeado de musculaturas en zunga y beneplácitos de caipiroska. La objetividad, acaso sea brutal: si la dispersión y abundancia de la vida no se expanden en ese mes, estamos fritos. La reacción principal que lo domina, su entelequia fundamental, es la de la añoranza: si el cuerpo no se mueve, lo mejor que puede hacerse para pasar el rato es recordar. Novios de antaño, imágenes de otros siempre alados viajes, frases de autoayuda y emancipación emocional, serán los materiales de su estática huída.
Parecido al nostálgico pero con una distancia que media entre la futurología (el nostálgico ve siempre hacia atrás; para este caso el futuro lo es todo: caos y más caos para la especie humana y sus vástagos) y el capricho, está el malhumorado. Desde las palabras del joven y sentimental Werther, ya sabemos cómo es su especie: difícil de disimular, le agua la fiesta a cualquiera. El malhumorado siente que su vida es tan nefasta que siquiera pudo escapar, aunque sea una quincena, de su propio malhumor. Que el resto tenga y, encima, disfrute de sus vacaciones, es el báculo de su impotencia. La vida del malhumorado es una vida que pasa como en una cinta fílmica: todo lo que tiene el otro es mejor y, probablemente, no lo merezca. El verano, por lo pronto, es la peor época del año. La única verdadera suerte que puede depararle es la de convertirse en un misántropo: especie ya abandonada de la raza humana, ya no le importunan sus movimientos y contriciones. Lo importante: no es ya su tarea el estorbar.
Para el estoico, en cambio, el deber es lo primero y las vacaciones son una ficción insoportable. Como bien lo define Nietzsche, comer vidrio es su primera vocación. El espíritu estoico se pasará todo enero poniendo el lomo en un trabajo esclavista o hará resúmenes de la más recalcitrante materia universitaria. La máxima franklineana de que el tiempo es dinero, es burda y anestésica en el estoico: el deber, es deber. Sufrir, un destino irreductible. Punto.
Si bien el caso estoico no es de abundar, el tipo más escaso es el de los amantes. Desertores de todo tipo de guerra, de todo tipo de religión y moral, los amantes saben que las ciudades se reinventan a cada rato y pocas oportunidades hay como una ciudad desolada. Aquella plaza, puede ser París; el charco más miserable, el Amazonas; el cielo más tullido y nubarrón, el claro abismo del Sahara. Enamorarse en verano puede ser uno de los fenómenos más intensos que puedan tenerse en esta vida: paseos en bicicleta, la casual irrupción de la sexualidad atravesando cualquier avenida, extensas, extensas e interminables caminatas hacia la nada o el abismo. En cualquier caso, la enumeración es inútil. El amor es tiempo perdido. Por donde se lo mire.
Otro que escapa con creces a la lógica del sedentarismo, es el caso paradigmático y bienvenido del simulador. El simulador no se fue de vacaciones pero logra simularlas hasta el hartazgo. Ejércitos de mortadela y de la mejor cerveza en lata amurallan su heladera. Cuando el simulador se mezcla con el compulsivo (el compulsivo es aquel que su arte primero es el de la ordenación total y absoluta de cuanto se pueda tocar, beber o simplemente admirar) los resultados son desorbitantes: terminado el caluroso mes, se ha abocado a más actividades que cualquiera de sus contemporáneos. El simulador, por lo tanto, es un caso a bancar. Si el simulador es, a parte, un gonzo de estilo, su capacidad de camuflaje lo hará tener aventuras insospechables, y los relatos de sus memorias se trasladarán año tras año, hasta el olvido que siempre llega, o la degeneración que nunca falta.
Otro caso que no puede dejar de nombrarse por su poquedad de estilo es el del costumbrista. A veces comparado con el estoico, otras birlado por enajenar su esencia como si fuese parte del malhumor o la nostalgia, el costumbrista es injuriado como aburrido por el simple hecho de ser el rey primero de la unicidad: un trabajo, una mujer o marido, un perro, un televisor. Si el costumbrista no vacaciona con sus suegros, tranquilo se lo ve en los perímetros satisfechos de su casa, entregado a la misma tarea de siempre. A diferencia del resto del reino humano, no precisa del deslumbramiento. El costumbrista es costumbrista, su fuerte es el día diario, y en el día diario se la pasa bien. Para truhanes, bandoleros y tunantes, está la televisión y el internet. Dios no quiera que ante el azar, aparezca la desdicha.
Terminando ya con esta malhadada clasificación, de la que podría decirse mucho y hasta el infinito - pues así es el carácter humano: plástico e imprevisible- , estamos nosotros: los lectores. Para los que nos enamora el arduo y bello arte de la lectura, el verano es la ocasión perfecta para ahondar en textos que en épocas más monótonas cuesta enorme trabajo evocar. En todo caso, el lector sabe que el tiempo y el espacio son manifestaciones ridículas, y que uno puede trasladarse adonde quiera, en el momento que quiera. El lector aficionado, aparte, cuando se lo toma bien en serio, es de trabajar muy poco, por lo que vacacionar o no vacacionar, más que hamletiana es una cuestión puramente ornamental.
Entonces es que llega el tiempo de leer libros extensos como Los Miserables, enrevesados como En busca del tiempo perdido o La trilogía de Nueva York. Como la metafísica puede ser muy veraniega también, libros complejos como Mil mesetas o La república de Platón, pueden ser grandes y suculentas opciones. Acordando con la aventura del contexto, puede uno también embadurnarse de Conrad, Melville o Gulliver. Sin lugar a incordios, es la excusa perfecta para releer a Benedetti. Para enjuagarse los ojos con el Quijote. Para traficar imaginaciones con Alí Babá.
Si el lector es arriesgado, los mundos nuevos a descubrir pueden ser enormes: no hay lector que no haya descubierto incomparables e imposibles escenarios. De algunos, se cuenta que hasta han fabricado de las mejores y más memorables vidas entre los muros de su biblioteca. Eso sí, cuando el lector y el amante se cruzan, no hay caso: la cópula es perfecta. Cuando este misterioso engendro se introduce, cualquier mortal puede darse por salvado: ninguna foto de ningún amigo o pariente suyo podrá competir. El amor y los libros son sucesos que, por lejos, ganan a cualquier actitud veraniega. Los libros y el amor son, sin lugar a dudas, el mejor pretexto para irse de vacaciones sin tener la imperiosa, la claustrofóbica necesidad, de movernos un solo centímetro de nuestras casas.
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