CONTRATAPA
› Por Juliana Mandolesi
Si al menos veniera de nuevo Lisi, como antes, con el racimo de chupetines de azúcar quemada que nos preparaba mi madre y la lengua amarronada de tanto dulce. Si por lo menos se ensuciara las manos como antaño para explotar juntos los capullos tempranos de amapola. Si seguiríamos siendo aquel par de niños que correteaban alrededor del oscuro Miguel mientras con su única mano arrancaba ortiga y trébol.
Nunca supimos qué le había pasado en el brazo: la manga derecha de su camisa colgaba flaca y sin vida desde el hombro y la llevaba enganchada en uno de los bolsillos del pantalón. "Miguelito, ¿duele?" le preguntábamos. Y él gemía una respuesta arrugando sus ojos avellana. Seguro le duele, pensábamos. "¿No te pinchan las ortigas, Miguelito?...las ortigas..." decíamos señalando el montoncito que ya había arrancado. El se secaba el sudor de la cara, tan transparente que más bien parecían lágrimas y negaba con la cabeza duramente. Además de manco era un poco mudo, pero es imposible olvidarme de aquel grueso hilo de voz que no parecía suyo y que saltaba muy de vez en cuando desde el fondo de su pecho.
"¿No te da miedo arruinarte la mano, vos, que tenés una solita?". A Miguel, si le entraba un rayo de sol por ahí se sonreía, pero casi no nos miraba. Nosotros queríamos dialogar con él, tener una relación de amigos o hermanos; necesitábamos que él nos permitiera una entrada a su mundo de tréboles y flores, queríamos saber de su historia, ser parte. No nos permitía entrar bajo ningún punto de vista. No nos quería demasiado, tenía en él una sombra oscura que lo acompañaba todo el día. Era como un árbol más de los de casa: un tronco desgarbado, con un sólo brazo, del color de la corteza, y piernas empantalonadas, que se iba moviendo por todo el jardín arrancando malezas y recortando el césped.
Cuando jugando maltratábamos alguna de sus plantas, él nos pellizcaba finito la piel de la mano, para castigarnos, y los ojos de avellana se le ponían duros y rancios. Tenía en él, bien expuesto, eso de castigar.
Resulta que un día lo rompí, entero. Al rosal, aquel que tenía flores color damasco. Miguel se había tomado una semana de vacaciones. Estaba todo florecido, yo las arranqué a todas y después lo podé. A la semana estaba muerto, irrevocablemente muerto.
El jardinero amaba ese rosal. Está en el frente de la casa, vanidoso y tentando a cualquiera que pase por el frente. Él, cada día, se gastaba por lo menos una hora de reloj para encargarse de dejarlo inmaculado y perfecto.
El día en que Miguelito volvía a trabajar, me desperté a las seis para espiar su llegada. Él pasaba por la puertita amarilla del jardín trasero. Esperé.
Apenas a las siete oí por fin el ruido de su bicicleta vieja. Abrió la puerta del callejón y pasó al patio, dejó la bicicleta apoyada en el tapial y se dirigió inmediatamente hacia el frente, atravesando el garage que comunica ambos jardines.
Cuando vio el rosal, increíblemente no enloqueció, es más, ni siquiera vino a decir nada. Yo temía por la piel de mi mano, pero quedó blanquísima, sin pellizcos ese día. Debí haberme dado cuenta de que no era normal su reacción, que su silencio y su calma provenían de una planeada venganza.
El sabía todo sobre mí. Había olido en los restos del rosal el perfume de mi sangre, como un lobo, el sudor de mi manos destructoras y de niña. Sabía que yo era la culpable, que en su ausencia había traicionado el pacto de las flores; su pacto.
Durante esa jornada no me atreví a salir de la casa, sólo lo observaba hacer el patio, darle vida a las elegidas flores y muerte al yuyerío. Su tarea consistía en ello, realzar lo bueno y matar lo malo. Sin duda alguna, de una u otra forma ya era yo niña muerta, por mala. De vez en vez él dirigía la mirada hacia arriba, hacia mi casa, exactamente a la ventana en donde yo me había destinado a observar. Y al mirarme, sus ojos eran agujas penetrantes que me entregaban un negro mensaje.
Yo estaba trepada a la planta de quinotos, los comía, ácidos y anaranjados, también los recolectaba, para que mi madre hiciera su dulce casero. Lisi cuidaba mis movimientos desde abajo y cuando se llenaba el balde atravesaba el inmenso jardín para llegar hasta mi madre y entregarle las frutas. En unos de esos impaces en los que Lisi se ausentó, Miguel, iracundo, llegó corriendo hasta la planta de quinotos y la sacudió con fuerza; parecía como si su única mano hubiese obtenido la fuerza de dos. Me agarré fuerte como un gato de las finas ramas que se mecían histéricamente y miré aterrada los ojos avellana de Miguel que se desorbitaban como los de un animal hambriento que se me acercaba; y yo sin más arribas que subir.
Su menuda altura parecía haber tomado dimensiones ilógicas, mi miedo o su resentimiento habían acercado tanto la cara del jardinero a la mía que veía con detalle cada una de las venas hinchadas y gordas de sus avellanas. La copa del quinotero se sacudía de un lado a otro, las frutas caían y explotaban maduras en el suelo. Yo grité fuertemente procurando ayuda "¡Mamá! ¡¡Mamá!!".
Al llegar, a los gritos mi pequeñísima madre sacudió el hombro de Miguel y como no reaccionaba le dio una fuerte y sonora cachetada. Al compás del cachetazo vi cómo, de los ojos del jardinero, se escaparon dos avellanitas, negras y duras, que se perdieron entre la pulpa de los quinotos que habían caído al suelo.
El jardinero se detuvo de prepo y con él cesó también el movimiento oscilante del quinotero del que yo pendía. Él miró a mi madre fijamente con unos ojos muy distintos, y huyó. Ella dice que Miguel era cosa del diablo.
El diablo ha olvidado aquí en casa su bicicleta, apoyada en el tapial que ya la ha adoptado en cuna de enredaderas y yuyeríos. Yo temo que algún día aparezca, por la puerta trasera, para buscarla.
Al rosal del frente, magicamente, hace rato que le han salido brotes (tenemos la esperanza de una rosa para noviembre).
Lisi después de lo ocurrido no quiso venir más a casa, apenas si lo he visto cruzar la calle, ¡algunas fuertes amistades son tan frágiles!
¡Si al menos vendría de nuevo Lisi...!
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