Martes, 17 de febrero de 2015 | Hoy
Por Jorge Isaías
Nuestra infancia no fue menos feliz porque escaseaban los juguetes. La imaginación de los niños siempre es ilimitada y sobre todo en aquellos años los pocos que accedían a uno no eran mayoría en el pueblo. Pocos padres podían hacer un gasto extra, en mi pueblo.
La lluvia en ocasiones caía de un modo muy triste, cansinamente sobre los sembrados , a veces lo hacía con furia, precedida de grandes truenos rodadores como un peñón que cae desde un monte altísimo, mientras el latigazo de un
relámpago se repetía en el trazo estremecedor sobre las cosas, y la poca gente que buscaba refugio presto, recogiendo las mujeres la ropa tendida, pero todos sin excepción recibían ese estremecimiento de la naturaleza como un miedo atávico que debían soportar , rogando sobre todo los hombres que los destrozos no fueran tantos ni tan graves.
Los únicos contentos, con esa alegría de la inconsciencia temprana éramos nosotros, que gozábamos el espectáculo de los sapos numerosos que cruzaban las calles anegadas, los perros que se refugiaban bajo la galería de ladrillos mal cocidos, con sus techos de chapas que reproducían sonoramente el tambor de la lluvia persistente, los gatos que se pasaban al cajón donde los marlos esperaban la boca flamígera de la cocina económica, y tal vez el ruido del vendaval acunaran sueños ronroneantes.
Pero había algo siempre venturoso.Si estas lluvias se producían en verano, porque venía precedida de un calor agobiante, de una presión insoportable y siempre era un augurio de frescura el anuncio de la lluvia y al escampe,
cando se habían cubierto de agua los zanjones que drenaban líquido hacia el campo sería el momento en que nos quitáramos las alpargatas no sin la venia paterna. Y salíamos con los barquitos de papel, las latas vacías de sardinas o alguna cosa de madera que flotara para jugar a las bandas de piratas y corsarios que leíamos en Julio Verne o en las diversas revistas de historietas. Y venían las carreras y los resbalones que seguramente nos costaría un reto, pero el fragor del juego era tan entusiasta que bien valía un reto si en esa carrera de la pista resbaladiza uno lograba salir primero.
Siempre había un ocurrente que proponía ir a pescar ranas al zanjón de los Vélez, con un piolín con el cual atábamos un pedazo de carne y tal vez esa noche podríamos aportar un menú distinto en nuestras casas y qué ricas resultaban esas ranas que saltaban en la sartén como si estuvieran vivas y producían cierta aprensión en mi madre, motivo por el cual intervenía mi padre que siempre estaba dispuesto a toda cosa a la cual ella no se atrevía. Imposible saber hoy si esa tarea le agradaba, pero se hacía cargo y nos sentábamos los tres a la mesa, donde pronto dábamos cuenta de ese manjar crocante.
Como desaguaban pronto las zanjas y los pequeños canales que la comuna mantenía limpios, ya que esa última calle llevaba al campo, al otro día casi con seguridad las encontraríamos vacías, pero con la esperanza de que la lluvia siguiera varios días para asegurarnos otros momentos de módica felicidad. Claro, todo esto con la salvedad de algún mandado, ya que en el verano no había clases por tanto la responsabilidad mermaba mucho, yo diría: casi toda.
Y uno imaginaba cómo se hincharían de agua las cañadas, cómo irían llenándose de bagres los anchos canales del campo, cómo se llenarían de garzas blancas los juncales, de flamencos sus orillas, cómo pondrían a salvo sus nidadas los teros y los patos, cómo nos esperaría todo ese mundo acuático con el croar ensordecedor de las ranas, cómo esperábamos entonces el momento en que nuestro padre iría de caza para acompañarlo con ese cuzco blanco y fiel que tanta alegría trajo a mi niñez lejana.
A veces en mi pueblo veo pasar esas barritas de chicos con las modestas cañas de pescar al hombro que hacen aquel "Camino del diablo" como nosotros, cuando el mundo estaba en pañales y ninguno de nosotros tenía idea de los sinsabores que nos esperaban.
Pero también con estos recuerdos gratos que quiero compartir hoy con ustedes y que me dicen que se puede ser feliz con poco.
Con casi nada.
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