CONTRATAPA
› Por Gabriela Gervasoni
Cerca de las ocho de la mañana había escuchado las sirenas de los patrulleros y el estruendo que hicieron los policías al entrar al edificio. Antes de eso no se oyó ni siquiera un grito. Era sábado y yo podía dormir un poco más, así que me quedé en la cama. No intervine por agobio. Mis vecinos del primer piso siempre discutían y la mayoría de las veces alguien (uno de ellos o los vecinos menos pacientes) llamaba a la comisaria para que los obligara a terminar la pelea. Las paredes de nuestro pequeño edificio de cuatro unidades son tan finas que se escucha todo; llegué a oír conversaciones enteras y otras que completé con la información que ya tenía de antes. A pesar de que se escuchaba todo de todos, los vecinos del primero "A" eran los más escandalosos. Jóvenes, prepotentes, inmaduros, pensaba yo con fastidio.
Cuando la mujer policía golpeó la puerta de mi departamento hacía por lo menos una hora que estaban en el piso de arriba.
--¿Puede cuidar al menor hasta que aparezca algún familiar o responsable? - me preguntó.
Yo no veía a ese bebé desde que le llevé de regalo un sonajero violeta apenas vino del hospital, cuando nació. Era precioso, como los que salen en las propagandas de las revistas. Saqué cuentas y supuse que en ese momento en que me lo trajo la policía tendría seis o siete meses. El estaba tranquilo incluso parecía feliz. Lo paseé a upa por toda la casa hablandolé, cantando las partecitas de canciones que me acordaba. Se escuchaban las pisadas firmes de los borceguíes en el piso de arriba y el llanto aniñado de Carla, mi vecina. Mientras lo paseaba traté de que él no escuchara a su madre, contra quien yo empezaba a incubar una especie de bronca o recelo. Le mostraba al bebé las cosas que creía podían llamarle la atención para entretenerlo pero seguía pensando en lo inmadura y egoísta que era su mamá.
Después de un rato volví a escuchar movimientos en el palière. No aguanté más y, apoyando al bebé sobre mi hombro para que mirara hacia adentro, me asomé entreabriendo la puerta. Como si fuera una enorme bolsa con escombros dos personas bajaban un cuerpo que sin dudas era el de mi vecino. Se me aflojaron las piernas. Parecían paramédicos y el muerto ahuecaba una lona grisácea que a pesar del esfuerzo de ellos cada tanto golpeaba los escalones haciendo un ruido escalofriante.
Un cuerpo muerto, así sea de un extraño tan intrascendente como ese hombre, duele. Duele ver esa inapelabilidad de la muerte, sentir ese olor que denuncia que pase lo que pase siempre nos echamos a perder. Mientras intentaba cerrar la puerta la misma mujer policía que había golpeado antes me pidió entrar. Y en esos pocos segundos que pasaron vi bajar a mi vecina esposada, mirando el piso. Seguro no sabía que su hijo estaba conmigo pero me sorprendió que ni siquiera lo buscara con la mirada. Tuve el instinto de llevárselo para que le diera un beso, pero por suerte no lo hice. Ella rebotaba en cada peldaño, como si no pudiera flexionar las rodillas para suavizar el movimiento. En la nuca, debajo del rodete medio desarmado que le levantaba el pelo, tenía un tatuaje, AMOR, leí, entre dos corazones desdibujados.
- ¿Lo mató ella? - pregunté con un nudo en la garganta. De no ser por las esposas que le habían puesto a Carla yo jamás hubiera llegado a hacer esa pregunta. No la creía capaz de matar a nadie, por el contrario, la veía en peligro con ese hombre que se iba a las manos con tanta facilidad.
- Estamos investigando - respondió la policía mientras me entregaba un bolso de tela celeste y blanco, con pañales, un cambiador, mamadera y dos o tres mudas de ropa- . Necesito sus datos y un número de contacto. Esta gente es de San Justo y nos está costando ubicar a los familiares. El bebé se llama Mariano - dijo, antes de irse.
Fue en ese momento, después de cerrar la puerta, que se me ocurrió hacer lo que hice.
El bebé tomó la mamadera en mis brazos mirandomé fijo y sonriendo. ¿Qué pasa, lindo? ¿qué pasa, mi amor?, le decía yo y él se reía con ganas. Cuando sonreía, la leche le chorreaba hasta el cuello repleto de pliegues y se quedaba en su babero azul. Era hermosa la sensación de su cuerpito tibio en mis brazos, y el olor que producía la mezcla de su piel, la leche y el perfume que por última vez le había puesto su mamá.
Arrorró mi niño, arrorró mi sol, arrorró pedazo de mi corazón, le canté hasta que se durmió. No tuve ganas de acostarlo, lo sostuve meciéndolo un largo rato. Después lo dejé en mi cama y revisé el bolso. Todo estaba ordenado, muy prolijo. Había cremas para las paspaduras, para el sol, algunos juguetes pequeños. Todo olía a bebé. El bolsito, el perfume, la respiración de Mariano tan cerca, todo me fue llevando en la misma dirección. Adentro del bolso también estaba el sonajero violeta que yo le había regalado. Quise reaccionar impulsivamente, no como antes, no como siempre. Traté de evitar las largas elucubraciones en las que me meto para no accionar.
Se fue haciendo de noche más despacio que de costumbre. En el primer piso los ruidos disminuían a medida que la luz de la luna crecía en mi ventana. Los teléfonos no sonaron en todo el día. Yo trataba de alargar los minutos mirando al bebé, oliéndolo, escuchándolo. Cerca de las nueve, mientras Mariano dormía, salí a la puerta y comprobé que ya no había patrulleros ni agentes de policía; nada. Fui hasta la cochera y en pocos minutos tenía mi auto con el tanque lleno estacionado a media cuadra de casa. Volví y el bebé seguía durmiendo. Se lo notaba feliz, cómodo. Todavía incontaminado por el dolor. Mi tarea era que jamás lo imaginase, que nunca supiera que harta de los golpes su madre mató con una precisa cuchillada en el pecho a su papá. Yo quería que él creciese sin tener idea de que recién tres horas después de atacarlo en la cama llamó a la policía, y que al llegar la encontraron dándole la teta a su hijo, con el bolsito armado y el pañal recién cambiado. Ese bebé de ojos pardos y poquísimas pestañas rubias se merecía una historia diferente. Una casa como la mía. Un amor como el mío. Yo podía mantenerlo sin necesidad de trabajar, sin necesidad de recurrir a un hombre que pudiera hacernos mal. Tenía todo el resto de mi ordenada y solitaria vida para dedicársela a él. Mi misión era arrancarlo de ahí para que no lo tocase el pasado, porque con sólo rozarlo lo iba a destruir para siempre.
Me recosté un rato y me despertó el llanto del bebé. Tenía hambre. Preparé otra mamadera mientras armé un bolso para mí. La felicidad que sentía al darle de comer me llenó de un coraje que jamás tuve antes. Miré el reloj, eran las dos de la mañana y hacía diecisiete horas exactas que Mariano estaba conmigo sin que nadie se comunicara para saber de él.
Recé antes de salir. Refrené el miedo y la ansiedad respirando lenta y profundamente varias veces. Sentí algo de culpa también. Mi propia adrenalina me dio el empujón que faltaba. Salí de mi departamento despacio, tratando de no hacer ruido. Los bolsos y Mariano pesaban mucho, pero caminé de un tirón todo el trayecto desde el palière hasta mi auto. El, con su silencio, fue mi cómplice perfecto. Lo acosté en el asiento trasero y acerqué lo más que pude el de adelante para que lo contuviera. Ví como la luz anaranjada de la calle le iluminaba la carita relajada, sonriente. Después arranqué. El resto de la historia ya no tiene ninguna importancia.
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