Jueves, 26 de febrero de 2015 | Hoy
Por Gloria Lenardón
Hay momentos propicios, el aire cambia porque se dan las circunstancias para que así sea, aparecen los brotes, a veces inesperados, lo que estaba latente (en realidad siempre hay una coloración, una turgencia que anticipa lo que vendrá) nace con una fuerza reverdecida, se abre imparable a la vista de todos.
Bajo el sol que ilumina los días, una muerte oscura, sin aclarar porque acaba de ocurrir, atroz como toda muerte oscura, causa el brote, una reacción en cadena. La excitación, la necesidad de poner en escena el hecho negro activa el flujo de palabras, se habla sin parar, miles de palabras arden en el fuego que alimenta el hecho, ante el forzoso compás de espera los micrófonos se abren noche y día para que exploten los comentarios, brotan nuevas turbulencias que inflaman el terreno. Las preguntas sobre lo que pasó ahondan en la rapidez: ¿cuál es la impresión?, ¿cuál la sospecha?, ¿el pálpito?, estimaciones de todo pelo y color, en la calle, en las redes, preguntas al que pasa, al que toma su café con medialunas en el bar, al que sale del supermercado o del shopping. "La gente tiene que opinar, tiene sus pálpitos"; la gente opina, da su impresión sobre la muerte a distancia, deja escapar sus apreciaciones abriendo la boca inspirada: "Yo digo lo que pienso". Y también se abre la boca en la mesa servida ante las cámaras de televisión, primero con la crema de almendras que baña el abadejo ahumado, después para aportar precisiones levantado el dedo que se terminó de limpiar en la servilleta, el dedo precisa cómo impacta una bala en un cráneo según la distancia del disparo, el dedo limpio que ejemplifica se apoya en la cabeza y marca seguro el recorrido imaginado. Los comensales abren la boca, para meterse adentro la cucharita del postre crocante. Más palabras por todos lados. Verbalmente o por escrito. "Hay que basarse en pruebas concretas, lo único que tiene contundencia para esclarecer", y se publica un escrito ilegible por las tachaduras, y que por no servir fue tirado al cesto de papeles, pero es milagrosamente rescatado, no por el autor, es rescatado debido a un brote de intuición, de pálpito de legitimidad, aunque se sepa muy bien que un borrador cuenta con una instancia siguiente: la del texto definitivo, con el cual el autor decidió quedarse; pero el diario da cabida a las palabras borradas del borrador, en su papel de todos los días.
Veinte años pasaron sin respuesta a más de ochenta muertes de argentinos por la bomba que una mañana cambió la historia de todos. "Ahora la muerte de un fiscal, ya no se puede esperar más. Es urgente, ni un minuto más". Los veinte años que pasaron resultaron un suspiro, igualmente volátil la investigación más los análisis y sus conclusiones de la actuación de los especialistas que a pesar de la evanescencia durante los cientos de meses de tantísimos años siguieron en su papel de especialistas. Ahora cacerolazos, en el balcón. Una marcha de silencio, por la calle corrió abrazada a la muerte del fiscal la urgencia, el amor fulminante por la verdad que se paralizó durante tantos años, con la explosión, y se tapó con la tierra de los escombros. "¡Justicia! ¡Justicia!", era el grito, en los primeros planos y en el audio brotaban las distintas motivaciones, la luz del altar en el que realmente se prendían las velas.
Después de tantos años de dormir y de telarañas, hay quienes se despiertan hoy para reclamar un caballero que llegue al galope por el camino del norte, "él mismo se ofreció", para que con su sabiduría y ecuanimidad despeje el camino entorpecido; como si la mano y los ojos propios no pudieran despejar lo que tapona las vías de acceso para develar esta historia, como si no se tratara de una exigencia, una determinación, para dar una medallita milagrosa, un poquito de agua bendecida en la verdad, una verdad que sigue resultando demasiado esquiva, y a la que amenaza el espectro de otros veinte años de oscuridad.
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