Lunes, 9 de marzo de 2015 | Hoy
Por Víctor Maini
Los clubes de barrio crecieron a la vera de una cancha de baloncesto. Unión y Progreso no fue la excepción. A fines de los sesenta todavía sonaban los nombres de Del Vecchio, Furlong o Lozano, como héroes del mundial del 50. Se narraba como leyenda la histórica final contra Estados Unidos en el Luna Park, la noche de las antorchas, la posterior persecución política del plantel con la increíble suspensión de por vida de los jugadores campeones. A medida que dicho deporte perdía vigencia, las baldosas del campo de juego se convirtieron en pista de baile para los carnavales, torneos de papi fútbol o ferias para las fiestas patrias, paulatinamente se priorizó lo social sobre lo deportivo, ambos vocablos inscriptos en el escudo. En los atardeceres de los días de semana, su buffet cumplía la función de un algodón entre dos frágiles cristales. Era considerado un acto suicida descender del trole después de haber permanecido ocho horas alienado, cumpliendo el rol de obrero en un trabajo que no le gustaba, para encerrarse directamente en su casa en donde debía asumir el papel de padre. El club era un filtro que los devolvía a la esencia, un lugar en el que cada uno se mostraba tal cual era, bautizados con apodos cada cual jugaba al juego que más le gustaba, naipes, bochas, billar. Parecían bulliciosos gorriones buscando su lugar entre las ramas del árbol elegido. Me gustaba disfrutar de la magia de aquel momento, tal vez el único en que los adultos aparentaban recuperar sus almas de niños. En tiempos de estudiante, acorralado por tres materias, Historia, Filosofía y Geografía, decidí ratearme en soledad evitando el aplazo. Ignoraba, por aquel entonces, que cualquier hombre dispuesto a reflexionar está filosofando, desconocía la existencia de una historia no oficial, no escrita que flotaba en el aire y me faltaba saber que la poesía servía para todo, hasta para nombrar accidentes geográficos. La sonrisa cómplice del bufetero Bustos, me dio la confianza del refugio elegido. Solamente un parroquiano, el gallego García en su mesa alquilada al lado de la escalera, concentrado en un solitario interminable, miraba los naipes como quien se mira a un espejo. Rompí aquel silencio de iglesia con un diálogo impertinente. "¿No se cansa de jugar al solitario, español?/ Claro que me canso /¿y por qué lo sigue haciendo?/ Porque descanso." Equivocadamente creí que el viejo sabio había dado por terminada la conversación muy sutilmente. Mientras mezclaba las barajas con inusual habilidad, me invitó a sentarme a su mesa mediante un leve movimiento con la cabeza. Sin dejar de barajar me comentó que había decidido entrar al club temprano porque no había nubes en el cielo. "A veces las nubes me traen volando el mapa de Cataluña, o el de España, en ocasiones las olas de mi Mediterráneo o rostros de algunos amigos caídos", me confesó en voz baja. Dividió el mazo de cuarenta cartas en tres montones desparejos. Señalándome el primer grupo, el de menor cantidad de elementos dijo "Son los dominadores del mundo, se creen representantes de la misma divinidad en la tierra", aprisionando con su dedo índice el segundo toco, expresó "son los que trabajan para los primeros". Un ingenioso mutismo me llevó a preguntarle por la tercer pila, "es la que nos representa, somos los que sobramos, estamos condenados a desaparecer, o en el mejor de los casos a convertirnos en sumisos espectadores". Volvió a mezclar las barajas para luego armar sobre la mesa según el orden, oro, copa, espada y basto, un juego terminado. Me explicó entonces que todos los naipes tienen un valor necesario para la comunidad de las cartas, que todas son imprescindibles para completar el dibujo, "todas o casi todas, las únicas barajas que sobran son los cuatro monarcas, por eso amiguito, el solitario es un juego netamente republicano", expresó casi gritando. No recuerdo bien cuando comencé a hacerme trampas en mi propio juego. Tal vez el miedo a convertirme en un cuatro de palos, me llevó a perderme entre copas y oros falsos pretendiendo una vida de reyes. Lo cierto que entre burros, timbas y escolazo perdí todo lo que tenía a mi nombre y un nombre de cinco letras llevo clavado en mi corazón como una estrella invertida de cinco puntas. En la actualidad, el popular CSyDUyP se encuentra totalmente techado, imposible leer su firmamento. En flamantes mobiliarios, muy cerca de la escalera, intento una y otro vez el pasatiempo que lleva mi apodo. Difícil saber si adquirí con los naipes la misma habilidad y paciencia que aquel viejo desterrado, de lo que estoy seguro que cargo con sus mismos silencios. Ayer por la tarde, en horas de la siesta, un joven con una corbata atada a modo de vincha, camisa desabrochada y unas carpetas debajo de su brazo derecho me desafió una partida de truco. Mi respuesta fue inmediata, "disculpe joven, mi ignorancia con las cartas es total, sólo estoy haciendo tiempo. Como un tonto olvidé las llaves de mi casa y estoy esperando el regreso de Mabel para tomar unos mates con ella".
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