Jue 12.03.2015
rosario

CONTRATAPA

Las nubes

› Por Jorge Isaías

Para Toto Míguez y Roberto Vega

Las nubes en aquel tiempo viajaban como algodones sobre el alto cielo al capricho del viento. A veces eran muy blancas y a veces iban como sucias y anunciaban las lluvias. Si mirábamos a lo alto, inevitablemente encontrábamos caprichosas figuras sobre las cuales no siempre coincidíamos.

Si nos acostábamos sobre la gramilla que era rala en invierno y muy profusa en los veranos, podíamos ver otras cosas. Los pájaros, sobre todo o la luz del sol que las hojas y los gajos de los fresnos o los paraísos filtraban dándonos al rostro una coloratura extraña y que podíamos calificar también de fantasmagórica.

Si lo hacíamos a pleno aire y sol, es decir sin otro obstáculo entre nuestra mirada y esa lámina chata veíamos el vuelo de los pájaros. Algunos volando muy bajo, como las calandrias, los gorriones o los tordos, pero había otros como las tijeretas o las golondrinas que comenzaban sus vuelos muy bajo, pero que iban espaciándose de a poco, en forma tal que su alejamiento de la tierra era percibido luego, cuando formaban puntitos negros, apenas móviles, hasta desaparecer en esa distancia que era razonable pensar como "la inmensidad", según alentó en versos sublimes aquel poeta inolvidable que fue Jaime Dávalos.

Esto tuvo que ver en otro tiempo, no creo que la infancia de hoy en los pequeños pueblos se viva de ese modo tan íntimamente con la naturaleza relativamente domesticada que nos tocó.

De aquella barrita desmañada sólo quedan en el pueblo dos firmes y queridos exponentes. Porque "los otros vinieron luego", como certeramente escribió Héctor Negro.

Lo bueno es que a veces nos solemos juntar; todavía tenemos ganas de vernos, y cuando eso sucede, es decir estar ante un asado y un tinto, fluyen las anécdotas como si el tiempo no hubiera pasado, y estuviera detenido en la sierra penetrante de las cigarras que seccionaban el verano sin siquiera hacerse ver entre las ramas y las hojas increíblemente verdes de los fresnos. Cualquier motivo entonces es bueno para seguir con los recuerdos o alguna anécdota compartida que cada cual cuenta según su recuerdo o la percepción que le quedó de aquel suceso tan remoto que sale cálido de las cenizas que albergaron brasas rojas y que son en las manos como gemas guardando su fulgor. Ese fulgor que nos ponía alertas en los amaneceres de verano, cuando el sol asomaba ya casi quemando en ese cielo limpio y nosotros nos juntábamos con nuestras tramperas para cazar pájaros, listos y de pronto en caravana hacia el campo, donde los pechitos colorados se tiraban en la banda amarilla de los trigales que pronto sería hollado por las "fauces hambrientas de las trilladoras" con sus perros y su carrito aguatero.

Esas mañanas que desde la retina niña nos aparece como la huella más indeleble que guarda la memoria.

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