Mar 17.03.2015
rosario

CONTRATAPA

Un instante en terapia intensiva

› Por Eugenio Previgliano

La situación es esta: estoy en una cama ortopédica, aún atravesado por algunas sondas, convalesciente, con el tórax cerrado con fuertes suturas. El tiempo se escande aquí distinto al resto de la vida: la luz, la acción que cambia sin solución de continuidad, la rotación de la gente, quizás hasta la fauna del jardín que se ve por la ventana contribuyen y sin embargo hay en mí una sensación de tranquilidad, de reposo, y casi sentado a horcajadas de una de las barreras del costado de mi cama ortopédica, dejo colgar, pendiendo, oscilando, flameando, la pierna izquierda donde se destaca, prolija y larga, la costura que el cirujano ha dejado tras extraer la vena safena que ahora estará injertada en las arterias que nutren mi corazón.

A mi derecha, hay un muchacho a quien trajeron hace un rato desde el quirofano. Del muchacho se vuelve a decir --tal como se ha dicho a la hora de la siesta- , que viene desde Venado Tuerto donde, más precisamente en la plaza principal de esa pujante localidad, la madrugada del sábado, fue apuñalado por dos motociclistas.

El trabajo de los cirujanos, que ya ha llevado toda la tarde y buena parte de la noche, parece haber dado buenos resultados y las voces, - cada quien a su turno- , van resumiendo el progreso del muchacho aún inconsciente a causa, según se mire, de la anestesia o la situación.

Distraido en la observación de mi pierna, sin embargo, y mirando en segundo plano la televisión, termino por recordar el lugar del hecho y sin que nadie me invite, comento en voz alta. Digo que es impensable lo que le ha pasado a este muchacho, que tal vez la plaza donde lo atacaron - a un paso del Jockey Club de Venado Tuerto- , sea uno de los lugares más ricos del planeta y que lo ocurrido pone en blanco sobre negro la corrupción atroz que se extiende cada vez más entre nosotoros. Pero todo esto lo digo con un aire despreocupado y frívolo y, si alguien no supiera que no puedo dejar de sentir el penetrante olor metálico de la sangre del joven convalesciente de la cama de al lado; tal vez pensaría para sí en la liviana estupidez de los días que vivimos, agregándome, - un tanto inmerecidamente- , a la serie de protagonistas de un minuto que hoy florecen por todas partes.

Por fortuna una voz femenina viene a traerme otra vez al mundo. "¿Ese es Usted, Previgliano?", pregunta. "¿Todavía está acá?".

Sorprendido en mi soliloquio de paciente entubado que no espera respuestas, la doctora, en ejercicio de sus facultades, me ha devuelto de rompe y raja y sin aviso previo al mundo de la gente que socializa.

¿Cómo no haber amado sus grandes ojos negros?, recuerdo.

"Nadie me ha dado el alta, doctora", le digo intentando ser un poco menos ácido de lo que ya vengo siendo. Se trata de un error, me digo mientras evoco en la penumbra sus grandes ojos negros que vistos a traves de sus anteojos hacen intuír a lo lejos una noche interestelar que promete siempre y a cada rato nuevas, sigilosas y gratas sorpresas de radiante oscuridad.

Eso -dice la doctora- es a dos cuadras de mi casa. ¿Cómo conocés vos - agrega- Venado Tuerto? Yo me deshago en un zonzo e inútil discurso que trata de explicar que siendo un hombre de cincuenta y tantos años, he sido víctima y victimario de muchas intenciones que me han llevado a lugares distantes y exóticos, no sólo a Venado Tuerto sino más allá, incluso también a Villa Cañás y a Elortondo. Al terminar la frase, y con la sensación amarga de haber desaprovechado el round, estiro esperanzado el brazo derecho, que es del que cuelgan menos cables y cañerías, y en silencio, en la oscuridad, siento la sonrisa de la doctora que fríamente, al pasar - mientras se va- , me aprieta la mano con firmeza, suavidad, cariño y apuro.

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