CONTRATAPA
› Por Marcelo Britos
A veces suele ser un lugar común hablar de la juventud. La juventud conmueve siempre con su fuerza, pero a veces también parece ser molesta. Así como es una ley natural asociar la "mocedad" con la rebeldía, con el sueño por transformar, es lógico que cruzando la calle existan quienes la denostan, quienes la descalifican para llevar adelante las empresas que parecieran estarsólo reservadas para adultos juiciosos. Da la sensación que esto tiene mucho que ver con ese empeño juvenil en querer cambiarlo todo. Es en esa edad cuando existe ese fuego que parece inextinguible, y que nos lleva a creer que es necesario hacerlo, y lo hacemos. Quien logra conservarlo, es un bendecido. El mayo francés. La reforma universitaria del 18'. Los brillantes años 60'. Pero cambiar no es bueno para todos. Quienes detentan los privilegios de esa idea vaga de adultez generalmente también son dueños del poder, de la tierra, de la renta financiera, de las riquezas materiales del mundo , rechazan el cambio que pone en peligro esa comodidad, y el blanco es siempre la insensatez o la inmadurez de los jóvenes. Ellos han sido siempre el motor de las grandes revoluciones, de las grandes transformaciones que le dieron al mundo un giro en reversa, pero pareciera que hay que esperar un prudente tiempo para que la historia rescate siempre lo mismo. Mientras tanto, suelen ser un problema. Siempre recuerdo a Sartre, cuando les dijo a los jóvenes parisinos que había algo de ellos que le asombraba..."la extensión del campo de lo posible". Recuerdo también una nota de Jorge Sábato que se llamaba "Flor de vagos", en la que defendía la militancia juvenil enumerando a todas las personalidades destacadas que habían pasado por centros de estudiantes u otras organizaciones, como César Milstein, premio Nobel de medicina, entre otros.
El cuestionamiento a Máximo Kirchner, atacado con cuanto odio y resentimiento es posible, no se sustenta sólo por ser miembro de una familia que ha sido protagonista excluyente de la historia política argentina de los últimos 12 años, sino también por su condición de joven. Es en realidad un ataque por elevación a toda una juventud que ha abrazado la política. En un país en donde se torturó y asesinó a jóvenes por reclamar un medio boleto, donde se los quemó vivos en un recital por responsabilidades empresariales y políticas, donde fueron desocupados, delincuentes, vagos, burros, Máximo Kirchner conduce una organización juvenil de alcance nacional, caracterizada por el compromiso con un determinado modelo de país, y por realzar los viejos valores de la militancia juvenil: la solidaridad, la entrega, la esperanza. Son muchos. Son miles. Sólo podría compararla con agrupaciones estudiantiles como Franja Morada, que más allá de las defecciones de su partido ante intereses que atentan contra su propia doctrina, se mantiene en el tiempo. También se la estigmatizó en su momento, como cuando desde el menemismo se los responsabilizaba por haber financiado a Gorriarán Merlo para asaltar La Tablada.
Profesar un culto a la participación, como hacen estas organizaciones, es contracultural con lo establecido desde la irrupción del neoliberalismo. Aquél fue un período que no sólo significó la instalación de las premisas del Consenso de Washington, sus recetas destinadas básicamente a la destrucción del Estado y a la desregulación frente a una fuerza aplastante de la economía liberal. Sino que además, para sostener esto, fue preciso imponer un clima de frivolidad y apatía que desechara todo tipo de oposición. Mientras se privatizaba y se dejaba en la calle a millones, los jóvenes se reían con los "bloopers" de Tinelli, o bailaban la música de Machito Ponce. Los que militaban, tomaban facultades para que no las arancelaran.
Un taxista contaba que una pasajera la había consultado qué hacer, frente a la duda acerca de abrir o no su negocio el día del paro. Tengo miedo de que si abro, La Cámpora me destroce los vidrios, dijo. Fue inútil que se le explicara que el paro era en contra del gobierno. Esta demonización, infundada con mentiras y rumores ordinarios, baja de los mismos lugares de siempre, de los que se ven amenazados por ese impulso, por esa fuerza que no se consigue con dinero ni con prensa. El compromiso juvenil con la política está signado por la idea de cambiar el mundo para hacerlo más justo. Para un joven, lleno de las dudas y las certezas de su tiempo y de su edad, existe sólo una razón final de todo acto y todo plan, que es la vida de los demás. Sobre todo la de aquellos que no pueden defenderse por débiles, o por el tamaño de la fuerza que los oprime. Atacarlos, difamarlos, es mostrar la preocupación por lo que puedan lograr. Mientras sean siempre los mismos detractores, las cosas están claras. El problema es cuando una parte de la sociedad civil compra este discurso y lo reproduce.
Otro blanco predilecto es, claro está, la Presidenta. También, detrás de los ataques cuyas razones se atribuyen a su mal desempeño como mandataria, hay un componente misógino que es interesante analizar. Se ha generalizado en este tipo de discurso, el mote de "yegua". No sólo lo utilizan los hombres, y eso lo hace más curioso. Más allá de que ya lo hayan hecho con Evita, es preciso entender de dónde viene. En Hombres de a caballo, de David Viñas, subyace en el relato sobre la vida marcial, la metáfora sobre la virilidad en las referencias a la pasión por los caballos. La yegua sólo está para ser servida, para ser partenaire del semental. Es por eso que el término deviene peyorativo, para aquella mujer que se destaca, que escapa del modelo permitido por el pensamiento patriarcal. Pero si bien el machismo es transversal en la sociedad argentina, "yegua" guarda también, por su origen, un resentimiento de clase. La oligarquía terrateniente y la corporación militar, los que juntos amasaron y configuraron la desigual distribución de la tierra en la Argentina después de la campaña del desierto, comparten también su pasión por los caballos, una subcultura propia de la elite. También este tipo de adjetivación es reproducida por la clase media, consciente de su connotación negativa, pero ignorando que es también una forma de reivindicar el pensamiento de una clase social que los ha perjudicado siempre, y a la que nunca van a acceder. Molesta el modelo de país, inclusivo y soberano. Molestan las políticas sociales. Molestan a esa clase social porque significan también la pérdida de sus privilegios. Y el ataque es a quien encarna ese movimiento, a la que hace eso posible y encima se los dice en la cara. ¿Cómo se atreve, si es mujer?
Si bien el gobierno ha planteado desde la discusión de la resolución 125, cierta lógica discursiva de polarización, no es de allí de donde viene hoy un discurso de odio y resentimiento, de profunda intolerancia, de prejuicios fundamentados en premisas falsas, y en mentiras deliberadas. Los medios de comunicación han cruzado todos los límites de ética, y no se privan de darle aire a cuanto inescrupuloso dirigente se anima a mentir y a difamar. Pero esto no justifica la liviandad con la que la sociedad civil repite sin pensar estas ignominias; con torpeza, y a veces hasta con malicia.
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