Mar 14.04.2015
rosario

CONTRATAPA

Una América exiliada

› Por Ezequiel Vazquez Grosso

En mi más tierna adolescencia, a los trece, a los catorce años, Eduardo Galeano se había transformado en una suerte de mito. Había fundado el diario Época, claro, un diario en el que mi abuelo, como militante político, había pasado largas y extensas jornadas en la primavera de sus días, un espacio que, de algún modo, funcionaba como lo más perdurable y eficaz a la hora de imaginarme lo que había sido la vida de los míos en ese pequeño y apretujado país que es el Uruguay. Si debo atenerme a la veracidad de los hechos, la historia, en realidad, fue al revés: fue a los catorce años que encuentro un libro que se titula Las venas abiertas de América Latina y en el que, en una dedicatoria de tenue trazo entrañable, mi abuela habla sobre un pasado que desconozco y que a partir de ese libro empieza a armarse. Como esos mapas que descubren en sus curvaturas el acecho de un tesoro, sin que yo jamás lo hubiese imaginado, la historia de este sur tan perdido y añejado podía dar las pautas de algo que en definitiva había pasado si no en mi vida, al menos en la vida de mi familia y la de muchas otras: las palmeras cruzadas, punto exacto de las monedas de oro, se cultivaban y refugiaban en los lindes de ese libro.

Por lo general, el despertar político se da en una edad que ronda entre los diecisiete y los veinte años. Cuando sucede más temprano, el efecto es asombroso: cuando uno está en plena edad de odiar, con todas las ganas posibles, a sus padres, a la escuela, a los hábitos de servidumbre diario, y encima encuentra fundamentos ideológicos que lo avalan, el resultado es explosivo. Uno es un rebelde, sí. Pero un rebelde con causa, un rebelde que sostiene sus pobres enunciados con discusiones respecto al lugar del estado, del mercado, de la anestesia castradora de la familia. Un rebelde que siente, puerilmente, que ha ingresado de una vez y para siempre en ese estadio extraño y peculiar que es la adultez.

Si hoy me preguntaran yo diría, no sin cierta ironía, que lo que hizo Galeano en mi vida fue salvarme del anarquismo. Cuando en la osadía suprema de la pequeña vida ostentaba como un lujoso patrimonio de la ridiculez humana collares con tachas, cuando a despecho de mis padres rompía los rituales dela masculinidad pintándome los ojos y las uñas de un negro espantoso, cuando con Ricky Espinosa (un huérfano inexcusable delos noventa neoliberal) gastaba mi garganta entonando sobre la perdición de la juventud y su desconsuelo, libros como los de Galeano vinieron a decirme: mirá pibe, vos vivís en América Latina, podésboludear todo lo que tengas ganas, pero este continente tiene otras voces: escuchálas.

Cómo mis ojos fueron despintándose poco a poco; cómo, sin embargo, lograba combinar esa música herrumbrosa y pordiosera con mis nuevos ánimos latinoamericanistas y, lo que creía en ese momento, revolucionarios, es parte de esos zigzagueos a veces incomprensibles que van mutilando nuestros cuerpos y espíritus hasta lograr la singularidad que algún día llegamos a ser. Para este caso, si hubo un hecho que tuvo los grados suficientes de importancia, fue lo que con el tiempo pasé a llamar mis primeras entrevistas: extensas jornadas con mis abuelos, a la expectativa de sus narraciones, colmándolos de preguntas sobre la historia de esa familia que, por azar, por acalorados instantes, se mezclaba con la historia de América Latina. Una América en la que hubo un hombre, que se llamó Eduardo Galeano. Un tipo que estuvo lejos de ser un intelectual de academia, una rata enhiesta de la literatura. Un tipo que aprendió como pocos que la escritura es algo que fluye, como la vida misma.

En tantas jornadas compartidas, en tanto té de abuela y chocolate en barra, Eduardo Galeano significó, para mí, volver a un pasado que yo nunca había vivido, algo que tenía un cierto olor a exilio, a casas, a cosas que se pierden, a personas que se extrañan; algo que me enseñó a amar al mundo en una sencillez terrible, más allá de toda malicia e imprudencia. Sé que hay amigos, con los que comparto un cierto pudor de esnobismo, que en este momento se estarán riendo. Pero qué querés que te diga. Yo al viejo Galeano lo banco. Y su muerte, creo yo, empezará a hacer que otras cosas vivan. Porque los hombres que alguna vez fueron el soporte indispensable de nuestro pasado, probablemente dejen esas marcas honestas e irremediables que, día a día, signan los trazos insospechables de nuestro futuro.

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