CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
Llego temprano. Me pierdo en la contemplación del pequeño escenario, el piano, la mesa, la única silla, la única luz que encandilará a quien ocupe ese espacio.
Poco a poco van llegando los invitados. La contemplación no me impide realizar el somero cálculo. Treinta y cinco almas, como constelaciones constituyen la demografía del lugar. Poca luz. Bastante curiosidad. Partículas del cosmos apretadas entre los dientes. Algo de alcohol vespertino. Algo de duelo interior. Entre susurros un hombre se acerca y se aleja de los convocados para ver quién lo hará primero, quiénes después, quién dará la puntada final.
En medio de mis lucubraciones alguien, posiblemente el gestor del evento, ocupa la silla iluminada. Sí, es él. No nos ve bien. Trata de dar un nombre a cada uno de los que están allí sentados. Observo que todos se conocen entre sí. Y por supuesto me nombra. No me ve, no sabe que he llegado, pero me nombra. Dice cosas que todos comparten. Los recién llegados las escuchan por primera vez y también las comparten.
Luego de las formalidades (aquí también formalidades) presenta al primer invitado quien acomoda sus libros sobre la pequeña mesa y me nombra. En todo momento me nombra. Tanto, que me enamora. Tanto que no resisto más y me enredo en su pelo blanco, en su aliento a alcohol, en cada una de las grietas de su rostro. Verso tras verso me va instalando definitivamente en su boca. Bebe. Me bebe. Respira hondo. Me respira y me suelta como un amante satisfecho. Vuelvo a mi silla oscura.
El maestro de ceremonia, llama a la segunda invitada. Ella también me nombra. Pone y saca los ojos del papel que lee y me nombra. No sé si es el movimiento de su cuello o lo que dice, o lo que no dice al nombrarme, pero también me enamora. Y ya que vine hasta aquí desde tan lejos no me privo de nada. A decir verdad, no me privaría aunque viviera a la vuelta de la esquina. Me meto entre sus piernas, apenas abiertas. Subo por la cintura, me arremolino, asciendo por el cuello y me deshago en su lengua. Copulo. Sin distinción de género ni número, copulo con cada palabra que pronuncia. Copulo con cada palabra que no pronuncia. Coitos labiales, coitos fricativos, coitos alófonos, coitos vibrantes. Hasta que ella también me suelta y regreso, una vez más a mi silla oscura.
Por breves segundos el escenario queda vacío hasta que la tercera invitada desparrama papeles con más confianza que el primero y la segunda. Se da a entender que es de la casa. Es posible que en algún momento, en ese desorden, no encuentre lo que quiera leer. Esa posibilidad se cumple, pero lejos de perturbarla comienza a buscar, parsimoniosamente, hoja por hoja. Yo estoy ahí. Donde ella pasa sus dedos. Donde ella fija los ojos. Donde marca un silencio. Estoy donde me pone, donde me nombra. He venido de tan lejos para sentir el sabor de las lenguas que me nombran. Hay cierto pudor, pero no me iré de aquí sin beberme su saliva. Dulce. Ahora sí, me cuelo entre sus dientes para chupar esta saliva dulce desde donde me nombra hasta que los aplausos me indican que debo volver a mi lugar.
Entonces llega el cuarto invitado. La puntada final. Un macho, dos hembras, un macho. Linda noche para mí. Así me gustan las noches: simétricas cuando se me presentan simétricas. Asimétricas, cuando se me presentan asimétricas. Me gustan las noches y sus lenguas.
El cuarto invitado hace lo mismo que los otros tres, busca entre sus papeles y toma el micrófono, por donde la voz sale ampliada. Cada palabra se levanta del papel con un espesor sonoro casi tangible. El invitado que da la puntada final también me nombra. Le entro por los ojos, le salgo por los dedos, le bebo los labios. Vibro al ritmo de sus cuerdas vocales, me encaramo en cada uno de sus verbos. Me nombra, me nombra, me nombra y yo existo porque me nombra. Hasta que él también deja de nombrarme y me suelta y creo que todo acabó, pero no. Los treintaicinco presentes son poetas. Todos tienen algo que decir. Todos suben, de uno en uno al escenario. Todos me nombran. Chupo sin distinción cada una de las lenguas que me nombran. Es la bacanal del verso. Los amo. Me dejo amar. Los escucho, me dejo decir. Los celebro, me dejo celebrar.
Sobre el final, no sé si irme con el más viejo, o con la más rubia, o con el más borracho, o con la más confundida, o con el más gris, o con la más delicada, o con la más imperativa, o con el más sucio. Entonces hago lo que siempre he hecho. Me voy con todos. Me doy a todos en la piel del lenguaje. Erótica piel. Obstinada piel. Y quien quiera oír poesía, que oiga.
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