CONTRATAPA
› Por Javier Núñez
1
Y un día, de repente, te preguntás si llamará. Pero por qué habría de hacerlo, si al fin y al cabo fuiste vos el que se retiró en silencio, como un actor que abandona la sala vacía donde nadie vino a la función. Si fuiste vos quien abrió esa brecha inexplicable entre los dos, esa distancia silenciosa que ahora ninguno es capaz de franquear. Creés, de a ratos, que al principio hubo un motivo difuso, indefinible: Un malestar pasajero al que te aferraste con la rabia y el rencor de toda una vida marcada por otros malestares absurdos que nunca supiste manejar. Aunque ya ni siquiera estás seguro.
A lo mejor te retiraste porque sí.
Porque llevás años retirándote, erigiendo muros de silencio, abriendo abismos, matando todo lo que un día habrá de pudrirse y también lo que no.
2
Leés Rabia, de Bizzio, porque el título te parece apropiado para estos días. Leés y fumás en silencio.
A veces, decís, te sentís como María, el albañil de la novela que después de matar al capataz se refugia en la mansarda de la mansión donde trabaja Rosa. Te sentís como María, que poco a poco se va transformando en un fantasma, una sombra que deambula en secreto por la casa y asiste en silencio a lo que ocurre en la vida de los demás. El costo de la libertad de María fue renunciar al mundo, pensás; renunciar incluso a la vida posible. Te preguntás entonces el costo de qué estarás pagando vos. Porque hay días en que también te sentís un fantasma de tu propia vida, la cáscara de un cuerpo que huye de algo y deambula por ambientes vacíos, siempre eludiendo la presencia de los demás. Incluso de los que amás.
Cerrás la novela y abrís la heladera. No tenés ganas de comer. Te servís, en cambio, una copa de vino tinto. Vino nunca te falta. Tampoco cigarrillos. Todo lo demás es puro azar: A veces hay, a veces no. Mirás el teléfono: A lo mejor entró un mensaje que nunca llegaste a escuchar. Pero no.
Tampoco hoy.
3
A veces creés que trabajar te salva. Que es lo único que impide que te quedes encerrado en tu casa, huyendo del mundo como si no supieras que el verdadero inferno está en vos. Que por lo menos eso te obliga a levantarte cada mañana, salir a la calle, tomar el colectivo, llegar a la oficina para decirle buen día a alguien, hablar por teléfono, preguntar cómo salió el partido, transitar la jornada, decir hasta mañana, tomarte el colectivo, abrir la puerta de tu casa y volver a ser el fantasma que siempre espera y que, por un rato, fingiste olvidarte que eras.
4
Y un día, de repente, lo que te preguntás ahora es si el teléfono debería sonar.
Te largás por la casa en busca de huellas que respalden esa sensación lejana y confusa de que todavía hay alguien, en algún lugar, que puede marcar ese número de teléfono para hablar con vos. Hay una plancha fuera de lugar, pero a lo mejor la dejaste hace varios días y ya no lo recordás. Nada más. En los cajones no encontrás más que tu propia ropa. En la pieza, una única mesita de luz. En la pileta, un solo plato para lavar. Hay una foto. Tal vez. Aunque te preguntás si es de alguien que conocés de verdad, o ya venía cuando compraste el portarretratos.
Creés que hoy tampoco va a llamar, pero ya ni siquiera estás seguro de que hayas estado esperando un llamado alguna vez.
A lo mejor, después de todo, ya te habías vuelto fantasma mucho tiempo atrás, y esperar no sea más que tu forma de sentirte todavía aquel que eras cuando eras, antes de refugiarte en vos como si todo lo demás fuese una amenaza, como si todos los demás, indefectiblemente, te fuéramos a lastimar.
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