Mar 26.05.2015
rosario

CONTRATAPA

Una promesa cumplida

› Por Friedrich Fontana

¡No hay espacio señores, nos estamos quedando sin espacio!

La aguda y graciosa voz del intendente resonó hueca y acobardada, un talante que oscilaba entre la estupidez y la fanfarria. De pie junto a la punta de aquella mesa en oval, la máxima autoridad dirigía miradas alertas y penetrantes a sus concejales, quienes estupefactos por la actual situación, sólo atinaban a mirarse entre ellos, como buscando al responsable que no había. El movimiento del aire se volvió tangible, una humedad recorría la sala donde las mentes más "penetrantes" de la ciudad se aunaban para encontrar alguna solución a la catástrofe que se avecinaba.

Debemos actuar con rapidez y efectividad, algo que no nos caracteriza, lo sé, pero de esto depende nuestro destino como gestión y quien sabe, como ciudadanos también

Las palabras del intendente buscaban provocar un énfasis en la ecuación destino gestión. El futuro de sus carreras políticas se vería comprometido de no actuar con premura e inteligencia.

Ante la persistencia de aquel silencio, lúgubre y profundo, el intendente se dirigió a sus funcionarios:

La situación es la siguiente dijo con el entrecejo marcado y los ojos desorbitados, algunos bordes de su camisa asomaban por fuera de su pantalón, mostrando una figura poco amable y desarreglada. Sus uñas, sucias y carcomidas, rechinaban sobre la mesa evidenciando nerviosismo. Grandes gotas de sudor le inundaban la cara.

La ciudad se está encogiendo. Desde sus cuatro puntos cardinales la arquitectura de esta urbe, como dotada de vaya a saber qué maléfica voluntad, ha comenzado a replegarse sobre si misma al punto de hacerse evidente con tan sólo mirarla. Las cosas no están bien, nada bien señores. Es preciso indagar las causas de este fenómeno hasta las últimas consecuencias .

Ninguna referencia histórica ni geográfica daba indicios de que algo ni remotamente similar haya ocurrido alguna vez. Los informantes del gobierno daban vueltas alrededor de la mesa, turbados y mareados, evidentemente superados por la situación. Uno de ellos tropezó y la caída le produjo un corte feroz en la cabeza. Los demás quisieron auxiliarlo pero el Intendente rezongó:

¡Dejen a este mamarracho desangrarse! ¡Nuestras prioridades son otras señores!

Era evidente que la situación era grave, muy grave. El funcionario caído en el suelo, ya casi moribundo, daba esporádicos pataleos y, de vez en cuando, intentaba arrastrarse. En ese mismo momento entró el secretario general del Intendente y todos al unísono le miraron fijo.

¿Y, preguntó el Intendente, se sabe algo?

Sí señor, contestó el secretario Todas sus propiedades están perdidas, todas. De los 35 terrenos que tiene a su nombre, bueno, decir a su nombre es un modismo señor, porque aquí todos sabemos bien el modo en que llegaron a ser suyos y si de repente, por alguna grieta la gente llegara a enterarse...

Cállese la boca replicó el Intendente, que no es momento de ética éste. ¿Acaso ninguno de ustedes es consciente de lo que está pasando?

Jamás una cuidad se había encogido sobre sí misma, es la primera vez que sucedía en la historia de la humanidad.

Los espacios comenzaban a replegarse, las calles se hacían más angostas y menos largas, los edificios se amontaban cada vez más y la muchedumbre, como era de esperar, enloqueció. Al no haber pronunciamiento oficial sobre la situación, motivado por el desconcierto general, una alocada batería de hipótesis se largaron a los medios. Filósofos, teólogos, periodistas de espectáculos y algunos de fútbol también, se hicieron la voz encargándose de ensanchar la brecha entre el desconocimiento y la locura.

¡Las sagradas escrituras así lo prueban, esto ya estaba dicho, el tiempo ha llegado! La voz gutural y soberbia del sacerdote se hacía oír con pedantería característica. Un tumulto agolpado sobre la iglesia principal mitigaba su angustia de rodillas al suelo y elevando plegarias a nuestro señor el salvador.

¡Es tiempo ya, resignados fieles, de que la Iglesia recobre su antigua envergadura y potestad. Es el final señores, no hay escapatoria, la suma de todos nuestros miedos se hace presente y no podremos evitarlo. íArrepentíos ahora y ganad un lugar en el reino de los cielos!

Otras voces, menos precipitadas y quizás un poco más cautas, reflexionaban a merced de este hecho sentados a la sombra de algunos árboles. El primero de ellos dijo:

Qué extraña forma de comportarse tiene la materia en esta gran ciudad, parece que hay una metamorfosis de sus magnitudes y dimensiones. No sabría decir si merced a los grandes calores en aumento las propiedades de la masa han debido ir cambiando paulatinamente al punto de encogerse, replegándose sobre sí misma, o si estos cuerpos tales como edificios, calles, y toda estructura en general han ido cediendo su espacio a otros que vienen en su reemplazo.

Es posible, replico su compañero No olvidemos que todo cuerpo ocupa una posición relativa en el espacio, y ese cuerpo posee un límite. Estos cuerposdeberíanestar limitados por su materia, es decir, cada uno ocuparía el lugar que los otros no, por lo cual este corrimiento no sería posible ni mucho menos sensato. Pero quizás debiéramos pensar en abstracto y decir que las cualidades particulares de los objetos se han ido separando al punto de que cada uno ha experimentado transformaciones en sus magnitudes y merced a esto, ha sido posible el desastre físico que nos ocurre.

Es improbable replicó el primero. Estas indagaciones son estériles y no conducen a ninguna parte.

-Sí, coincido en tu juicio, estimado camarada Nuestra falta de penetración es evidente en tales temas pero al menos no hemos comenzado a vaticinar el fin de los días, como aquí enfrente este enviado de la divinidad se encarga de hacer. ¡Cuántas dudas se abaten sobre mi espíritu! ¿Por qué quienes dicen ser paladines de la compasión y el amor al prójimo instigan de constante a la sumisión y al arrepentimiento? ¿Por qué buscan aplastar a las almas sensibles y privarlos de la dicha en vida?

Es una justa pregunta, compañero Yo al menos, no teniendo respuesta para ella, me pronuncio a favor de esta premisa: íAbajo el reino de los cielos, felicidad en la tierra camaradas!

La Intendencia permanece estupefacta ante el avance del fenómeno. El funcionario que había tropezado y caído yace embalado en una bolsa negra. Una gran mancha de sangre conquista la alfombra preferida del Intendente, alfombra de carpincho isleño. La habitación donde estaban reunidos los concejales, vacía. Todos huyeron, desesperados, haciéndose eco de la cobarde actitud del El Intendente, que a estas alturas debía de andar por Rufino montado en su corcel negro.

Por la ciudad solo transitan dispersos nómades que ya no caben dos por la misma calle. Los espacios se han ido encogiendo progresivamente y el cielo ha quedado clandestino, oculto por los altos edificios que, abrazados en las alturas, comprenden la necesidad de compañía. Innumerables ciudadanos han comenzado a emigrar hacía los confines de la ciudad, donde existen terrenos baldíos y sin ocupar. Llanura extensa y ardiente.

Una ciudad se encogió sobre sí misma, como empujada en todos sus vértices por fuerzas ajenas a la comprensión humana. Repliego y amontonamiento. Necesidad de escapar y el silencio que cae serenamente cuando la noche se acerca.

Ya no es posible caminar por ninguna calle y todo ha quedado compacto, como formando una masa homogénea y sin fisuras. Después de todo, eso proponían las autoridades locales, ¿no es así?: "Sigamos juntos" rezaban sus carteles. He aquí una promesa cumplida.

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