CONTRATAPA
› Por Víctor Maini
Escudado en una dudosa ordenanza municipal, con vigencia en un pequeño pueblo italiano devastado por la guerra, por la que se obligaba al familiar más cercano de cada nacimiento a plantar un árbol, mi padre plantó un aromo el día en el que vine al mundo. En la misma vereda, apéndice de mi patio, reinaba un añoso plátano al que nunca pude treparme debido a su tronco liso como una pared, a cambio me gustaba usar sus raíces como banco de plaza. En la infancia el tiempo transcurre más despacio. Sentado en el mirador de madera creí condenado al enanismo a mi vegetal mellizo. La tarde en que quise averiguar el porqué de la elección de dicha especie, mi viejo me recitó de un tirón la canción "El aromo", de Atahualpa Yupanqui. Una estrofa en especial, me quedó grabada para toda la vida, "En ese rajón el árbol/ nació por su mala estrella/ y en vez de morirse triste/ se hace flores de sus penas". Agregó después que el hombre tenía la sana costumbre, a modo de agradecimiento, de amonedar con palabras a distintos seres vivos con los que los que compartía el planeta. Se declaró ignorante de la existencia de poesía alguna escrita en gratitud hacia los árboles de Sarmiento, considerándolo difícil debido al `poco uso de palabras esdrújulas por parte de los poetas. Dijo también que se ocupaba la planta directamente en hacernos llorar de "emoción" año tras año con su lluvia de polen. Dicen que un perro vive lo que dura una infancia. Enterré a mi Corbata a distancia escasa de mi compañero, y sentado en su rama más gruesa regué la tumba con las últimas lágrimas de niño. La noche que decidí abandonar mi primer hogar, cenizas de fotos, cartas y proyectos esparcí en forma de círculo alrededor de su base. Mi madre sólo me llamaba cuando tenía algo importante para decirme. Una mañana posterior a la tormenta de Santa Rosa me comunicó el derrumbe del gigante. A modo de puente uní la acera sur con la norte caminando el tronco que nunca había podido escalar. Me senté sobre sus ramas inalcanzables, comprendí que algunos árboles no morían de pie y que nunca haría leña de un amigo caído. Aquél día noté a mi aromo casi tan triste como yo, había quedado solo en la cuadra para regalar sombra. Para el nacimiento de mis hijos aporté al municipio un jacarandá y una morera. Ayudados por lluvias del este y del oeste, se llenaron de flores celestes y dulces frutos materializando el paso vertiginoso del tiempo. Bajo sus enramadas pasamos tardes enteras cantando con toda el alma canciones de Walsh y de Carnota. Una fuerza extraña me lleva de tanto en tanto a caminar entre edificios nuevos y gente desconocida. Sólo mi árbol me recibe como siempre. Me alegra verlo crecido, orgullosamente plantado frente a pamperos y sudestadas. Su presencia me asegura que nunca me fui del todo, que se quedó algo de mí con él, algo que me sobrevivirá. Suelo cargar mis bolsillos con brotes de oro que por el suelo siembra. Es la mejor manera de no olvidar que debo y puedo hacer como mi hermano, andar con el alma linda, sin quejas, odios, culpas ni rencores, defender su estilo, no elegir morirme triste, sino saber hacerme flores de las penas.
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