Sáb 13.06.2015
rosario

CONTRATAPA

Yo era una escritora

› Por Miriam Cairo

Yo era una escritora.

Y mi madre me despertaba siempre para ir a la escuela.

A veces, me encontraba ya despierta. No podía explicar bien por qué medios los escritores de los libros me abrían los ojos, pero despertarme estaba dentro de las consecuencias.

Yo era una escritora con guardapolvo blanco que avanzaba por las calles a veces a favor, a veces en contra del viento hasta llegar a la escuela. Cuatro horas en silencio, esperando, esperando que todo pasara para regresar a las páginas en las que encontraba palabras tan extrañas como la mismísima sensación de vivir.

Yo era una escritora.

Y mi madre me despertaba para ir a catecismo.

A veces me encontraba despierta con un libro que parecía haber nacido entre mis manos. Vamos a voltear al monstruo, decían las palabras. Y luego de varias páginas de intensa lucha, el monstruo se caía. Pero llegaba a catecismo con la tarea sin hacer. A veces, ni llegaba, cuando el monstruo era demasiado fuerte y mi madre se daba por vencida. Entonces ocurrió lo peor. Me reprobaron. Pero mi madre movió los cielos y la tierra. Completamos el manual de Dios en una noche, y yo también tuve mi vestido de fantasma. Una mañana de diciembre salí de mi habitación haciendo buhh, buhh, hasta llegar a la iglesia. Yo también me pude arrodillar con un pedacito de Cristo pegajoso en la lengua mientras rezaba: "rosas, rosas, rosas a mis dedos crecen."

Yo era una escritora.

Y mi madre me dejó a mí misma la responsabilidad de despertar.

A veces parecía una joven predestinada a los insomnios, a veces a las súbitas desesperaciones. Incansablemente las noches pasaban del estado germinal al estado asombroso. Y así, poco a poco, fui perdiendo la fe en las mañanas.

Yo era una escritora.

Y, a veces, despertar era una remota sensación de tempestades. Me preguntaba si la palabra tempestad era algo tormentoso o purificador. Entonces andaba todo el día despertando la palabra tempestad. Desatando sus tormentos.

Yo era una escritora.

Y después de todo, despertar se volvió una actividad que incluía la vida.

El lenguaje me llevaba de adentro a si afuera. El lenguaje se subía conmigo al colectivo. El lenguaje dormía entre mis piernas. El lenguaje me hablaba. El lenguaje me miraba, no me sacaba los ojos de encima.

Yo era una escritora.

Y leía para despertar. Y la palabra despertar no estaba siempre en el mismo sitio ni ocurría de la misma manera. En apariencia, se trataba de una serie de movimientos: poner los pies fuera de la cama, preparar café, salir a la calle, decir buen día. Pero despertar consistía en no deshacerme de los sueños.

Yo era una escritora.

Tenía buena voluntad para despertar, pero el problema era el zumbido de los sueños. Exteriormente todo parecía inalterado, aunque ese zumbido ganaba intensidad de un modo asombroso. Entonces yo era una escritora que entraba dos veces en el mundo. Una por el lado del día, otra por lado del sueño. Yo era una escritora y despertaba. Con los ojos lúcidos de sueños despertaba. Con los ojos cerrados de poesía despertaba. Parecía una incongruencia. Despertar con los ojos abiertos siempre ha sido una incongruencia.

Yo era una escritora.

Despertaba y entre las cosas necesarias hacía un montón de cosas innecesarias para que la palabra despertar tuviera sentido. La mayoría de las veces las cosas necesarias iban en dirección correcta. Y las innecesarias iban en dirección resplandeciente. Por andar en la cuerda floja, más de una vez caí en los lupanares del idioma, en las más nocturnas conjunciones, en los febriles verbos, en las ciénagas lunfardas. Y las cosas correctas me parecían letárgicas, en tanto que las incorrectas me incitaban. Entre los dos mundos yo era una escritora que despertaba. Y por ahí andamos.

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