Martes, 16 de junio de 2015 | Hoy
Por Víctor Maini
Como león que ronda espejos de agua con intención de acosar a su presa distraída, de la misma manera, en las llamadas horas picos, utilizo mis instintos de cazador para atrapar en los semáforos al bondi que me devuelva a mi guarida. Sigilosamente abandono la vieja garita ignorada sistemáticamente por el bólido urbano repleto de almas humanas y en clara complicidad con la luz roja ataco por la retaguardia a mi objetivo, golpeo sorpresivamente el vidrio de la puerta delantera provocando la sorpresa de un hombre incoloro, quien detrás de un volante gigante me permite el acceso acompañando la acción con un gesto mezcla de piedad y enfado. Como un falso Jonás me dejo tragar por la ballena amarilla para que me vomite en los suburbios.
Desde el primer escalón, observo el panorama de siempre. Gente amontonada sobre el mismo chasis de camión, me hace pensar que lo único sin contacto en este sitio es la tarjeta que me permite el regreso. En aulas, iglesias, teatros y cines siempre preferí las butacas traseras. Fiel a dicho impulso inicio mi odisea con dirección contraria a la elegida por el micro. Mi periplo cuenta con varias etapas para evitar codazos e insultos innecesarios. Me detengo primero detrás de una mujer de mediana edad que no tiene pudor en ofrecer mediante su celular a un hombre como si se tratara de un vino. "Carga con cuarenta y siete, y lo bien que le quedan, conozco tu paladar, te va gustar cuando lo pruebes, esta noche te lo presento...". Luchando contra la inercia ocasionada por una brusca frenada, continúo con mi trayecto hasta detenerme al margen de dos adolescentes que reflejan en sus rostros la alegría inocultable de haber salido recientemente de la escuela. El más alto cuenta:
"¿Viste los titulares de Crónica esta mañana? Dos astronautas rusos se pelearon en el espacio, uno está herido, pero sin gravedad...". La risa de su compañero me rejuvenece.
Con el último "permiso" llego hasta el fondo. Un hombre trajeado, sentado en una de las cinco butacas pegadas a la luneta, confirma con palabras los movimientos que su cuerpo delata, su próximo descenso... "ahora no te lo puedo explicar porque estoy llegando a mi casa, pero te repito, mientras tenga menos de sesenta anótalo, después vemos,... chau". Le doy las gracias efusivamente, no por el lugar que deja vacante sino por hacerme sentir que todavía soy apto para engrosar alguna lista, que el sistema todavía me tiene en cuenta para algo, aunque no sepa para qué.
Desde mi asiento puedo contemplar los saltos sincronizados de cabezas ante cada loma de burro. No necesito mirarlos de frente, conozco el éxodo de sus ojos de memoria. Simulan mirar por la ventanilla, pero sus miradas descansan en silencios eternos que flotan como humo sobre aguas inquietas por la angustia. Imposible saber en lo que piensan. Tal vez sueñen despiertos o imaginen estar viviendo el sueño de otros. Hoy me tomo todo el tiempo para observar los brazos aferrados cual enredaderas a los caños que cuelgan paralelos al techo. Los hay musculosos, gordos, tatuados, peludos... No alcanzo a ver extremidades de ancianos tomados del pasamano. Tal vez Charly ya me lo había anticipado. Los viejos viajan sentados. Ya no reman. Los remos de los trabajadores vuelven a casa cansados, deseosos de recuperar fuerzas con el fin de seguir remando mañana temprano. Ahora detengo mi atención en dos manos tomadas de la estructura que se levanta frente a la puerta trasera. A simple vista se notan inútiles para los trabajos manuales, amantes de la pluma antes que de la espada, afortunadas de acariciar personas amadas, soberanas para tenderse abiertas al compañero, cerradas al enemigo, portadoras de un sólo orgullo, no haber matado a ningún semejante. Al pasar frente a un repetido supermercado chino advierto al índice izquierdo oprimir el timbre. Señal inequívoca, me bajo en la esquina.
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