Dom 12.07.2015
rosario

CONTRATAPA

El corazón de las tinieblas

› Por Javier Chiabrando

Como me debo a mis lectoras, perdón, lectores, me aventuré en lo conocido como si fuera lo desconocido y me fui a pasar unos días a mi pequeño y querido pueblo santafesino, el lugar donde nací, donde crecí, donde hice mis primeros y últimos goles como futbolista frustrado y aprendí mis primeros acordes de guitarrista. Mi pueblito es un pueblito típico de la patria sojera: Sencillo, lindo, conservador, amigable, y poco tiene nada que ver con aquello de "pueblo chico, infierno grande".

Pero la coyuntura había mostrado una nueva realidad: El pueblo pertenece al departamento donde más votos sacó Del Sel como candidato a gobernador. Más de un 40%, y en algunas mesas superó el 50%. ¿Qué había pasado en mi pequeño y querido pueblo? ¿Un amanecer zombi? ¿Un ataque alienígena que había inoculado en sus habitantes un nuevo sentido del humor que había roto la austera idiosincrasia piamontesa?

Entonces, como sociólogo vocacional que me siento luego de tantas contratapas alabadas por mis lectoras, perdón, lectores, me lancé en búsqueda de la verdad y me fui para allá, para de paso disfrutar de los mates de mi vieja, una fiesta familiar donde se podía comer y beber hasta desmayarse, y la inagotable paciencia de mis amigos que siempre me reciben cómo si me quisieran.

En el viaje, rodeado de cielo, pajaritos, soja, campo fértil y aire de primerísima calidad, recordé la novela de Conrad "El corazón de las tinieblas", y los personajes que se internaban en Africa cuando no era aún un vergel a explotar de jugadores de fútbol sino de esclavas sexuales y esclavos algodoneros. El impacto que sufrían los que se internaban en ese negrerío era tal que a la vuelta le medían la cabeza para ver si el cambio, además de mental, era físico. ¿Sufriría mi cabeza, además de mi corazón, el impacto de encontrarme a mi pequeño y querido pueblo transformado en (como dice Conrad) "el horror, el horror, el horror"?

Bastaron las cuadras que me llevaron hasta la casa de mis padres para darme cuenta de que todo seguía en su lugar. Es que, como dijo un amigo, mi pequeño y querido pueblo es un country (country abierto, que además contiene dos countrys cerrados). La calidad de vida es de tal calidad que las crisis pasan sin pena ni gloria, el trabajo nunca escasea demasiado, y los grandes mitos del desaliento nacional ni se notan. Inseguridad, desempleo, pobreza, narcotráfico, y otros males, existen porque lo dice la televisión, que ya se sabe que dice la verdad hasta que no la dice.

Y los políticos que gobiernan son vecinos que están lejos de ser vistos como corruptos, que cuando dejan el cargo vuelven a su vida de siempre. Y, como si fuera poco, vos sembrás un álamo y de yapa nacen dos algarrobos y una planta de tomate. Así de prodigiosa es su tierra. Y si sos cazador, de un tiro seguro que matás dos liebres. Y podés practicar equitación, karting, tenis, o disfrutar de las instalaciones de dos clubes casi tan grandes como el Real Madrid.

El paisaje no había cambiado demasiado desde mi última visita, con excepción de un horizonte ocupado por largas hileras de silos bolsas, que mi hijo confundió con un río, lo que hace que la expresión "un mar del silos bolsas" tenga sentido. Por un momento creí que semejante acumulación de soja al sol en los alrededores de mi pequeño y querido pueblo había generado una nueva droga alucinógena que se expandía arteramente por el aire. O quizá a través de las napas, llegando a las piletas de natación que los vecinos con plata hacen cuando logran comprar la casa al vecino que se muere.

Es tan agradable mi pequeño y querido pueblo, que ni La Cámpora existe. Está repleto de autos nuevos, las mujeres son ¡oh la la!, la gente se hace tiempo para ir a jugar al golf, organizar peñas, ir a la cancha los domingos, hacer asados en cualquier ocasión. Y todos pueden mandar sus hijos a estudiar (gratis) a Rosario, Santa Fe, Córdoba o Rafaela. Entonces, ¿a favor de qué o contra qué votó ese cuarenta y pico por ciento que se cagó en la lógica, en la política, en la inteligencia, en los modales, en los derechos de las mujeres, y votó al ex humorista y ex candidato y ex casi todo?

Tal vez la respuesta estaba en la gente que se estaba haciendo sus casas con el PROCREAR (entre ellos algunos que no necesitan pedir créditos), que una vez que se aseguraron la casita votaron a Del Sel pensando que el tipo iba a poner en marcha el plan "Peloteros para todos y todas". O tal vez los pobres ricos que viajan a Europa desde que no pueden encanutar dólares trajeron nuevas ideas que enseñaban que mientras más estúpido es el gobernador más chances hay de ser un gobernado feliz. Parece una idea boluda, pero en Europa la pusieran en práctica y ahí andan, hundiéndose cada día más. O sea: es una idea boluda.

Tal vez las ya citadas piletas de natación domésticas (que son grandes, muchas, a razón de una cada un par de cientos habitantes, y ninguna de marca Pelopincho) habían creado en sus dueños y amigos íntimos la sensación de que ya vivían en el Caribe, y que en el Caribe no es necesario un gobernador que sepa de nada, sino que basta con algún títere bananero, a la manera del Yeneral González de Olmedo.

Para tratar de entender, me sumé a cada asado, joda, cumpleaños, festichola y dolce far niente que encontré. Eso de día, porque de noche visité whiskerías y todos los boliches que encontré abiertos, y hasta me metí en un velorio donde se contaban chistes del muerto y se brindaba con Fernet en su memoria. Y por mucho que pregunté no llegue a ninguna respuesta satisfactoria. Cuatro de cada diez habitantes de mi pequeño y querido pueblo habían votado a Del Sel pero no había una explicación lógica.

De a poco mi curiosidad cedió y dejé de preocuparme por lo que ya no tenía solución. Además, a esa altura estaba borracho o aturdido de tanto comer. Y la sociología me importaba un carajo. Si llegaba a aparecer Del Sel al grito de "traigan las chicas" y "vamos a comer y a chupar hasta reventar", capaz que hasta yo lo votaba.

Al regresar a mi casa, como en "El corazón de las tinieblas", me medí la cabeza para ver si la experiencia había alterado su hidalga estructura griega y varonil. Pero con excepción de dos pelos menos y un grano producto de tanto comer chorizos a la grasa, no había cambio que documentar. Estaba más gordo, claro, pero mi cabeza era la de siempre y medía la de siempre. Esa noche, soñando con vivir esa vida espléndida también yo, de olvidarme de la tonta idea de hacer carrera con la literatura, la música y el periodismo, y de abandonar de una vez por todas mis pretensiones de ser un sex simbol maduro, se me apareció la respuesta.

Lo que la gente de mi pequeño y querido pueblo inmerso en el corazón de la patria sojera buscaba al votar a Del Sel era un estadio superior de la política, algo nuevo, una especie de nueva anarquía, anarquía ilustrada, anarquía selectiva. Una nueva política basada en la no política, incluso en la nada, con la esperanza de que ningún gobernador les venga a romper las pelotas con ideas, proyectos, leyes e intentos de repartir la torta. Una nueva anarquía que los deje vivir la prosperidad en paz. Resuelto el enigma, me volví a dormir.

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