Sáb 26.08.2006
rosario

CONTRATAPA

Los ajedrecistas

› Por Gary Vila Ortiz

Es en los dos poemas que dedicó al ajedrez donde Borges adjetivó las piezas como nunca lo había hecho antes como nadie podrá hacerlo ahora. Era una de las formas de las expresiones del genio. La torre homérica, el ligero caballo, la armada reina y el rey postrero; el oblicuo alfil y los peones agresores. Pero también: el tenue rey, el sesgo alfil, la encarnizada reina, la torre directa y el peón ladino. Yo no conocía esos poemas de Borges cuando durante mis tiempos en que iba al colegio pasaba por un pequeño café donde todos los días (o ahora creo que todos los días) miraba cómo dos contrincantes fatigan largas horas frente al tablero, la vieja batalla que según tengo entendido no hay repeticiones exactas en cómo se libre. No solamente los veía a ciertas horas en que iba hacia el colegio sino también cuando pasaba con frecuencia para comprar en la mítica librería de viejo de Rodino, junto a las librerías de Benítez de Castro y de Logo, las más viejas y por cierto tiempo las únicas, al menos eso suponía yo. Esto ocurría hacia fines de la década del cuarenta y comienzos de los cincuenta. Eran los años en que hice sexto grado (como medio pupilo) y la secundaria con doble escolaridad, en los Maristas. Luego, mis pasos por el café de los ajedrecistas se prolongó por mis visitas a Rodino y para ir a ver a una chica que amaba. El café quedaba en la calle Córdoba frente al Colegio Normal Nº 2. Estaba entre el edificio del Partido Socialista y la Escuela Científica San Basilio, o al lado de uno de esos edificios. Los ajedrecistas jugaban en la mesa que estaba en la ventana que daba a la calle. La ceremonia, ese rito del ajedrez, tenía algo de misterioso ya que no sabía y aún no sé jugar ese juego. Me han dicho que es para gente sumamente inteligente. Sin embargo sé que en la vida he tenido que jugar, y en ocasiones largamente, partidas de ajedrez que en algunos momentos fueron angustiantes y también dolorosas. Pero que solamente podía "sobrevivir" jugándolas. Hubo partidas que duraron años y en realidad a partir de cierto año comencé una partida que no ha terminado y dudo mucho que pueda ver su final si es que hay para ella algún final.

Muchas de estas partidas han sido y son aún secretas, por lo menos eso es lo que creo. Tuve que modificar los adjetivos de Borges, no para mejorarlos (imposible) sino para dar el tono de lo que sucedía, de lo que en cada caso ﷓sobre todo en dos largas y feroces partidas﷓ los que jugaban contra mi lo hacían de una manera muy particular. La reina no era armada y tampoco encarnizada: era sencillamente vil, con una vileza que utilizaba cualquier cosa para empeñarse en el triunfo. Voraz, con una capacidad para terminar con el adversario que no excluía ningún elemento. Era ferozmente inteligente y tenía la misma inteligencia que aquellos que construyeron los hornos de exterminio. El rey no existía, en ninguna de las partidas que cambiaron mi vida. Los alfiles eran, ante todo, siniestros. Los caballos se habían transformado en automóviles, para estar al día, pero nunca parecían corresponder al paisaje. En algún momento los supuse como paridos en el infierno. No conocí ni torres homéricas ni directas, eran torres tal vez, pero yo tan solo las veía como refugio que quería salvar del desastre. No pude. Algo salvé, pero a un costo muy grande. En cuanto a los peones el sólo hecho de recordar sus caras me producen tantas nauseas como antes.

El tablero, como ya debe haberse intuido, era la misma ciudad. Pero cada uno de los 64 escaques comprendía un territorio de unas cuantas manzanas. La diferencia entre los blancos y negros estaba dada por algunos detalles que había que saber descubrir. No era difícil hacerlo. En la primera de las batallas, contra esa reina sofisticadamente prostituída, los territorios no fueron muchos. En la segunda, casi las distintas escaramuzas se desarrollaron en casi toda la ciudad. Por mi parte no tenía peones a mi favor. Del otro lado si, no solo los de ellos sino los que presuntamente debía estar a mi lado.

Este último juego que menciono, aunque no fue el último, duró cerca de nueve años. No lo gané. En esos días largos y finales es posible que tampoco haya perdido. Las pérdidas fueron posteriores. Como un ajedrez, que recordando a los que inventaron Marcel Duchamp y Xul Solar, diferente en su esencia fue el que juegue; tenía o tuvo un prólogo y varios epílogos a elección de quien observara sin apasionamiento. Incluso muchos de esos epílogos aún perduran y de ellos participan muchos que no fueron parte del juego original. La ferocidad de algunos días no se ha aplacado y los años que ahora tengo multiplican el cansancio al darme cuenta que lo que no tuvo solución ayer no la tendría hoy.

Es curioso el camino de la memoria a los 71 años. Comienza en un lejano ayer ﷓los ajedrecistas en un café que ya no existe, la librería de viejo de Rodino, mis pasos hacia el colegio﷓ y termina sin terminar en dos historias muy posteriores que modificaron mi vida. De manera muy diferente a lo que uno podía esperar. No existe un revés de la trama. Existe, creo, lo que supongo que soy. Seis años en un colegio católico no se pasan en vano. El sentido de la plegaria permanece, como la fe. Pero la imposibilidad del ritual. Y la permanente sensación del pecado, de la culpa. Que ignoro si lo sentimos con la misma intensidad que antaño, pero que sin duda va construyendo las líneas que vamos dejando como un recuerdo para quienes seguramente no leerán. Y en rigor, siempre se espera a ese lector aunque no se trate exactamente del que uno desearía.

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