Sábado, 22 de agosto de 2015 | Hoy
Por Miriam Cairo
Mi nombre es palabra. Mi deseo es palabra. Mi origen es palabra. Mi futuro es palabra. Apenas tengo posibilidad de ser acción y palabra en este instante en el que mis manos trabajan sobre el teclado para escribir y elegir, entre todo el lenguaje, las palabras que quiero decir, que quiero hacer. Sólo los instantes en los que actuamos se constituyen con algo del acontecer físico, aunque éste rápidamente queda atrás, y todo lo pasado, por inmediato que sea, deja el mundo de los actos para ser palabra.
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Los enunciados orales cargan una gran cantidad de conceptos, advertencias, interrogaciones, dudas, emociones, errores, aciertos, y desde esa maraña construimos aquello que llamamos realidad. Una vez tejido el discurso, una vez que lo dicho sale al ruedo de la comunicación, éste suele tener un carácter definitorio: "el hombre es esclavo de sus palabras", versa el dicho popular. Sin embargo, las aserciones con las que se va conformando nuestra identidad no tienen un carácter inalterable, sino que son pasibles de reformulaciones por medio de enmiendas parciales o rectificaciones totales, que la reflexión nos dará oportunidad de pronunciar. Pero dichas reparaciones del discurso se espera tengan un carácter evolutivo. Quiere decir que, el hacernos de palabras, con palabras, es una labor en constante progreso.
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Las situaciones comunicativas de la sociedad, sean pacificadoras u hostiles, fructíferas o mezquinas, se mueven en el espacio del tiempo inmediato, al ritmo de los relojes, en consonancia con el devenir cronológico de los calendarios.
En cambio esta página, como presente fijo, pertenece al tiempo primordial. En este presente sin tiempo que es la página, puedo retroceder, reparar, enriquecer, y ajustar los actos verbales en un espacio temporal que se aleja de las mediciones conocidas. Al pie de la pantalla que me devuelve la imagen de la página que escribo, aparece una fecha y una hora que no es siempre la misma. Éstas corresponden a un transcurso prospectivo que no se condice con el tiempo mítico del texto que elaboro.
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Dicho así, de este modo, el instante presente parece un náufrago. Un pedazo de intemperie, una caída al vacío. El instante presente, que ya no vuelve más a la vida sino hecho palabra, parece un huérfano, o un suicida. Nos damos, instante tras instante, sin conciencia de que lo hecho se hará palabra. Pero ¿qué palabra?
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La realidad, honrada como verdad por letrados e iletrados, depende, en su efímera existencia, del lenguaje que, en su opacidad, la legitima. Pero la realidad está mediada por la palabra y ésta la modeliza, a su vez que la carga de sentido de acuerdo con las fortunas expresivas con las que cada hablante cuente.
Así, lo que permanece como testimonio es el relato de los instantes y, sin embargo, esa permanencia resulta mutable e inmutable, en el sentido de que ciertos elementos, acaso los fundantes, suelen conservarse inalterables, pero los otros, los fortuitos, los circunstanciales, van cambiando de tonalidades y de intensidad emocional a media que el relato es narrado una y otra vez, en el transcurso de nuestra vida. Estos matices llegan a modificar, incluso, las primeras significaciones Más aún, los interlocutores con los que nos vayamos encontrando en diferentes momentos de la historia, también influirán en la tarea de reconstrucción de la memoria, la cual, de modos diversos, irá actualizando y resignificando aquellos acontecimientos iniciales.
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A lo largo de esta escritura, un murmullo ha estado presente, un rumor de fondo acompaña y fundamenta cada una de estas palabras. Todo el tiempo mi texto susurra otros textos, pero ahora pide a gritos volverse cita textual de Heidegger y yo obedezco: "El lenguaje es la casa del ser y la morada de la esencia del hombre".
Todo espacio realmente habitado lleva como esencia la noción de casa, dice Bachelard. Obviamente, la noción de espacio rebasa los confines geográficos: los muros también se construyen con ideas y el refugio protector puede estar cimentado de ilusiones. En resumen, dice Bachelard, "el ser amparado sensibiliza los límites del albergue. Vive la casa en su realidad y en su virtualidad, con el pensamiento y los sueños". La casa es el lenguaje. Pero no sería la casa como la imagen que cada uno recrea ahora mismo, al leer esta pequeña palabra de dos consonantes y una misma vocal reiterada, ni siquiera es una casa al modo del palacio de Ariadna. La casa del lenguaje sería como la de Asterión. Un hogar que protege y extravía, que comunica y aísla: el laberinto que tiene algo de conocido pero más aún de desconocido.
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Y sin embargo, también existe la malversación del verbo. Los muertos vivientes del discurso. El vampirismo del lenguaje. Quienes acceden a esta categoría de uso de la palabra, suelen ser, precisamente, aquellos que por don o por formación conocen el inmenso poder del discurso. Los vampiros del lenguaje saben que con éste se pueden instalar terrores, ennoblecer mentiras, desmontar verdades, alterar estados, ocultar evidencias, manipular significados, demoler esperanzas. Los vampiros del lenguaje parecen tener un poder ilimitado. Se adueñan con frenesí de todas las instancias comunicativas para llenar los huecos de pensamiento en aquellas mentes libradas a cualquier tipo de penetración.
Por lo tanto, si somos palabras, si como hemos dicho, somos las palabras que decimos y que nos dicen, es imprescindible fortalecer, entonces, el criterio de selección de discursos que vamos a permitirnos dejar entrar. Y aunque este imperio de los muertos vivientes parezca indestructible, dado que ellos cuentan con los micrófonos y las ediciones, con las audiencias masivas y los seguidores, hay, sin embargo, un silencioso poder que corroe todas sus falsas cimientes: el poder del lector. Y es invencible.
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