CONTRATAPA
› Por Ezequiel Vazquez Grosso
Enredarse en el lenguaje
Ocurrencia del intelectual enmohecido, carcomido por la gangrena de su pensamiento, es ir por la vida con la certeza iracunda de que el mundo se mueve siempre muy kantianamente. La otra idea, prolongación programática de la primera, es Imaginar a los primus inter pares sólo como gordos fofos que mantienen la disciplina sólo a fuerza de fuego y metralla. Como la historia está anegada de máculas adherentes, y el envilecimiento resulta trágico y hasta burdo, el deber primario de todo intelectual pasa a ser entonces: nunca mancharse la articulación ósea de las manos con la mugre mantecosa de la vita activa y sus prórrogas miserables. Ante todo (ocurrencia bovaryana) hay que enredarse en las palabras, es decir, creerse heroico y superlativo (capricho iluminista). Que el lenguaje domine de lleno y que lo gozoso y excesivo caiga en el desconocimiento es la clasificación del placer como definición tautológica, avant la lettre, velociráptica: el placer como síntoma apestoso de las derechas o, más bien, como refugio intrascendente de los necios. Mejor, siempre mejor, la tortura y el castigo auto proporcionados (el Sade que esconde Immanuel, Lacan dixit) y sus crudas paradojas: el único modo de evitar el daño al prójimo es dañándose a sí mismo sentencia definitiva. Destino irremediable del intelectual parasitario: morir virgen de sensaciones, devorada por el primer grupo de palomas que deciden la tiranía sin mendigar garantías a nadie.
Parasitismo sublingual
Acotamiento del habla escritural por causas oscuras y desconocidas. Escribir en esas condiciones -según expedientes testimoniales- resulta Peor que un Orgasmo fingido: miles de lágrimas son las que caen sobre un plato de milanesas y papas fritas al borde de la obesidad depresiva. Sin embargo, como lo más propio del lenguaje no es aprenderse sino encontrarse en continua pérdida (no hay nada más contrario al lenguaje que las enciclopedias) el enmudecimiento sería lo normal y la escritura (que intenta retener lo irretenible de la pérdida) sólo síntoma. Entonces: si un escritor no piensa en palabras sino en frases (Valéry) todo no recae más que en la capacidad policíaca (Rancière) de reacomodar determinados significantes en el espacio o, lo que sería lo mismo, juntar determinados hilos según color (Foucault). Padecer cierto Enmudecimiento, cabe decir, sería lo más propio del lenguaje y no su desfasaje o molestia (lo molesto es escribir). El policía que todo escritor lleva dentro (el escritor de frases, el escritor científico, el escritor jurídico) no tiene nada que ver con el lenguaje: es su esteta o su parricida, nunca su materia o capricho.
Necrotopías del habla escritural
Si la muerte es la encargada de dar vida a los muertos (Pizarnik, dedicado a Ostrov) y un escritor escribe por el hecho de no dar la cara (Rousseau), podemos decir que escribir es la muerte que se encarga de dar vida a los muertos (los libros) y que un escritor es aquél que oculta la cara viva detrás de la cara muerta (escritura, facebook). Decir que LA ESCRITURA ES LA QUE DA VIDA A LOS MUERTOS es la frase más intrascendente del universo. Vindicadores de lo mortuorio, los escritores no sólo escriben sobre el terreno de lo muerto (algo que hacemos todos) sino que deben auto imputarse pequeñas dosis de muerte para poder ejercer su loable oficio. Escribir, entonces, está situado siempre en el terreno del entre, en el terreno de la frontera y sus capacidades beligerantes. El escribiente está vivo pero sólo bajo el supuesto de su muerte. Así, al menos, suele proceder Houellebecq: escribir como si mañana se estuviese muerto, escribir para los ojos de nadie, escribir como el hábito primigenio de ejercer la muerte dentro de la vida.
Farsas
Pueden confiar en que la prosa de los asesinos sea siempre elegante (Vladimir Nabokov)
Mutilé las bordadas escenas del bien y del mal, deformé su sentido, mordí algunas con mis dientes mellados (Osvaldo Lamborghini)
Je veux savoir si je puis vivre avec ce que je sais et avec cela seulement (Albert Camus)
En la cima se halla la fama mundial que no alcanza casi nadie. Allí sopla un viento frío, el artista está sólo, y este así lo reconoce. (Elfriede Jelinek)
Vida después (antes, durante) la muerte
Como la muerte siempre es deseable, escapar de ese deseo maldito significa contribuir continuamente al hábito de desear la vida. Por eso esas cosas absurdas que hacemos: construir edificios, producir artefactos en serie, inventar objetos inútiles, cooperar con la sabiduría. Lo reprochable del suicida, en todo caso, es su incapacidad para adaptarse al contrato, de no querer continuar con todo este contexto, de no desear la vida. De ahí también el horror al suicida: como es propio de la segregación segregar toda manera de gozar incomprendida (¿por qué aquella persona goza introduciéndose artefactos por sus orificios?; ¿por qué aquella otra utiliza drogas intravenosas?; ¿por qué aquél decide el arte, el asesinato, la política, la acumulación de dinero, como modos de vida?) por atentar, en sus acusaciones, con nuestras propias maneras, aquellos que repelen la vida hasta el extremo de quitárselas de encima nos dejan expuestos ante la pregunta más aterradora, la de si vale o no vale la pena todo esto que, para bien, para mal, está sucediendo. Si bien puede haber deseo de muerte en la escritura (Sylvia Plath, John Kennedy Toole) escribir implica siempre un trabajo para con la vida. La continuidad que puede apreciarse en la vida (diferente a lo viviente) siempre se construye sobre la muerte (diferente a lo mortuorio) y de ahí que funcione como un pasamanos de deberes: dejar hijos, cultura, lenguaje, para que la continuidad de la vida logre sustento más allá de encontrarse en continua pérdida, más allá de lo singular de lo viviente que siempre va a acabar en la singularidad -irreductible- de lo mortuorio.
Fraseologías de la seducción
Podemos decir que la palabra no seduce sino que sólo lo hace la frase. Sentirse seducido por la muerte, entonces, es sentirse seducido por las frases de la muerte; sentirse seducido por la perversión, entonces, es sentirse seducido por las frases de la perversión; lo mismo con la histeria, la política, el altruismo y así hasta etc. La frase (farce, farsa) no tiene porqué aparecer objetivamente de boca del anunciante (una imagen, verbigracia, dice frases sin decirlas) sino que puede permanecer en la fase ilusoria del remitente. Uno guarda las frases como caramelos en una caramelera para luego masticarlas y gozarlas secretamente en el trabajo de la interpretación. Interpretar frases es, siempre o casi siempre, la manera en que se goza. Esto no tiene nada que ver con la dificultad de interpretar el goce: el goce interpreta a su manera, no debe cuentas a nadie. La interpretación que hace el goce de su goce siempre es secreta porque siempre es diabólica o porque siempre se refiere a uno mismo y no hay nada más diabólico que lo que se refiere a uno mismo (siempre secreto).
Fragmentariedad
Si el goce sólo habla de manera interdicta, entre líneas (Lacan), subterráneamente, de manera tunelesca (Sábato + endorfinas + una muerte según Blanchot) lo más propio del goce es lo fragmentario, aquello que logra despedazarse en el anonimato cotidiano del habla que no tiene dueño. La capacidad de narrar, de aunar frases, se queda en el placer estrógeno del entendimiento, de emparentar hilos según color, según textura. Lo imposible de narrar, lo que no busca ni apela a la verdad, lo extra contractual, lo hecto matrimonial: hete aquí terrenos fértiles de lo gozoso. Esta son las razones por las que el intelectual parasitario huye de las estrategias tentativas de la parafasia y prefiere aludir siempre a lo que cree falsamente como ordenamiento del vitalismo. Lo que no puede entender, lo que sobre lo excede, lo coloca en un lugar de la falta, de la imposibilidad de. Entonces viene la resignación, el hábito harapiento de enredarse en las palabras, de criticar la pornografía como gesto solitario y vacuo, enemigo del erotismo, del bien saber sensual y. El día que el escritor pierde el habla cree creerse muerto. Sin embargo, como ya hemos dicho, ya lo estaba mucho más antes de que eso hubiese sucedido.
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