CONTRATAPA
› Por Javier Chiabrando
Acabo de descubrir que este es un país enfermo. Entonces se me fueron las ganas de escribir. Al fin, lo que dicen los gloriosos defensores de la democracia con alternancia y sobre todo con neoliberalismo, tenían razón: este es un país enfermo. Y los que vivimos en él, también. Voy a tener que pedir perdón a los tipos que chicaneé desde estas páginas, a los que caricaturicé, a los que dejé a la altura de un poroto con mi pluma ácida y mi menefreguismo chiabrandista. Ellos tenían razón. Yo no.
La revelación comenzó así. Llegué del evento de literatura "Córdoba Mata" agotado. Sin saber qué escribir. Aburrido de la coyuntura. Harto de Nisman, del corralito, de las PASO, de las caras de los candidatos. Ni siquiera burlarme de Niembro o de Fayt me motivaban. Bueno, me dije, hora de dejar la gloria a otros. Que otros se lleven los elogios y las admiradoras. La culpa era de este país de mierda que no se organiza como yo quisiera, que no obedece mis planteos, que no se encolumna detrás de mis ensoñaciones.
Lo mío no era cansancio físico. Eso se cura durmiendo. Era un cansancio metafísico, el que te agarra tarde o temprano por vivir en este país. Era cansancio de ser argentino. Hartazgo de ser parte del culo de mundo, del país de la fanfarronada, del ego sobredimensionado. Chiabrando estaba enfermo. Pero no por culpa suya, ni por andar de joda hasta la madrugada. Chiabrando estaba enfermo por ser argentino.
Buscando paz dormí abrazado a mi pasaporte italiano. Me desperté con ganas de vender las botas de potro y las bombachas de gaucho que uso cada 25 de mayo. Me bastó mirar por la ventana y ver una porción de Argentina -nada menos que el sauce llorón que tengo en el patio-, para volver a deprimirme. Viendo que se avecinaba de nuevo la angustia argenta, es decir la más grande angustia de la tierra, me tomé un par de aspirinas. Después unos mates con cedrón. Al fin dos whiskies. Nada, excepto flojera de estómago. La angustia de vivir en este país de mierda no se me iba.
Llamé a dos médicos, un sicólogo y una bruja, amigos que me ayudan en los momentos de desconcierto. A dos de ellos tuve que levantarles yo el ánimo diciéndoles que el país y la familia no se eligen. Uno lloró por teléfono. Lloraba por ser argentino, obvio. No podía consolarlo. Mientras él lloraba me serví otro whisky. En la televisión sin volumen pasaban noticias internacionales. Comencé a recitárselas a mi amigo para que dejara de llorar: africanos que se ahogan en el Mediterráneo, desocupación en España, guerra en Siria, quilombos en la franja de Gaza, racismo en EEUU.
Él me contestó que no era nada comparado con la tragedia de los qom, que acá la desocupación es del doscientos por ciento, que hay guerra porque salís a la calle y no sabés si volvés, que franja se dice en árabe pero en castellano se dice grieta y que el racismo en argentina es el peor del mundo por los bolivianos y peruanos que vienen a matarse el hambre. Uno de los dos colgó. Debo haber sido yo. Curiosamente, me sentí curado. Por las dudas me tomé otro whisky. Y me puse las botas y las bombachas de gaucho como dispuesto a bailar un malambo.
Atacado por una argentinidad exhibicionista, es decir el mayor exhibicionismo del mundo, salí a la calle mate en mano y tarareando Merceditas. Pasó un vecino a caballo, escuchando a Larralde en un radiograbador. "¿Combatiendo el Münchhausen colectivo, don?", me gritó. Pensé que estaba repitiendo una letra de Larralde, pero era imposible porque no había rima posible para semejante palabrota. Con el último mate, ya lavado, entendí. El país está enfermo de Münchhausen, y yo, por un instante, sólo por un instante, pero un instante argentino, que puede ser la eternidad misma, lo estuve también.
El síndrome de Münchhausen es un trastorno mental donde el enfermo se crea dolores porque le gusta verse enfermo. Incluso el enfermo se lastima buscando veracidad. Es una forma de llamar la atención dando lástima. Hay enfermos que van al hospital a cada rato y quieren ser operados de cualquier cosa. ¿Existe el Münchhausen colectivo? Existe porque lo inventamos los argentinos, que somos los más grandes inventores del mundo. Como si no fuera poco el dulce de leche, la birome, la rabona, el tango, el colectivo y el choripán, ahora inventamos una enfermedad nueva: el Síndrome de Münchhausen Colectivo. Tomá mate, me dije. Y me tomé otro whisky.
¿Quién creó el mal? Vaya a saber uno. Es un mal colectivo, que se alimenta de repeticiones incesantes en peluquerías y colas del banco. No se puede saber cuándo nació como tampoco se puede saber cuándo aparecieron los juanetes. Pero un día el Münchhausen Colectivo estaba ahí. Quizá fue inoculado a un argentino del pasado por un comando iraní-venezolano, y de ahí pasó a su familia, a sus amigos, amigos de amigos, y ya fue incontenible. El resultado es visible. La gente que vive en un país como cualquier otro, incluso mejor que muchos, adora creer que vive en el peor país del mundo, y así como el enfermo de Münchhausen va al hospital, el argentino enfermo de Münchhausen Colectivo va a buscar la cura a los cuarteles, al FMI, al establishment económico, a la sociedad rural, a la justicia cómplice, a los golpistas. Después aparecieron los que hacen negocios. Entendieron que un país tan desvalorizado por sus habitantes era fácil de comprar, de dominar. Que se podía comprar barato y vender caro. Que si era necesario, a la enfermedad colectiva le podían meter un poquito de violencia, de muerte, porque a pesar de eso las víctimas iban a volver a ellos a pedir ayuda porque el Münchhausen es así, te hace sentir enfermo y cuando uno se siente enfermo pide ayuda a cualquiera, incluso al que te cagó repetidamente. Entonces la enfermedad pasó a su segunda fase, la de la infección aguda. Y el síndrome se propagó hasta el infinito, que en Argentina es infinito al cubo.
Pero, ¿y si fuera verdad? ¿Si los argentinos fuéramos lo peor del mundo, los más desorganizados, los más corruptos, los más impuntuales? Es, al menos, lo que te dicen a diario periodistas, gente con prestigio, libros editados, admiradores, clubes de fans. Quizá sea verdad. Dicen que acá la justicia es la peor del mundo. Que Videla haya muerto en la cárcel mientras que el Rey Leopoldo II de Bélgica, que mató a diez millones de personas, haya muerto en su cama rodeado de su familia, es la excepción que no es regla. Dicen que no somos tan organizados como los suizos. Es verdad, los suizos no solo cuidan lo suyo sino también las riquezas de los grandes ladrones de la tierra y lo que los nazis le afanaron a los judíos.
Dicen que no somos tan productivos como los norteamericanos. Dicen que no somos serios como los franceses. Que algunos franceses se hayan asociado a los nazis para no quedar fuera de onda, ¿viste? y mandaran a morir a los campos de exterminios a gente peligrosa como la gran escritora ucraniana judía Irene Nemirovski no cuenta, ya prescribió. Dicen que no somos tan divertidos como los españoles. Claro, joder. Nada más divertido que ver morir a un toro atacado por lanzas, caballos y espadas.
Dicen que acá se vive la peor violencia del mundo. Por supuesto, está en el prime time cada noche. En cambio la bomba atómica o meter millones de personas en un horno por tener nariz grande es una foto vieja, sepia, de película clásica. Curiosamente, cuando mencionan la violencia argentina no ponen como ejemplo la dictadura. Porque la dictadura la ejercieron aquellos a los que los enfermos de Münchhausen colectivo le fueron a pedir ayuda. Entonces no cuenta. Fue como un remedio que tiene mal gusto, que hace doler. El enfermo aceptó que le pusieran esa inyección. Es más, rogó que se la dieran sin importar las consecuencias.
Dicen que los argentinos inventamos el peronismo y por eso nos merecemos el infierno. Pero si les recordás que los argentinos no inventamos el fascismo, ni el nazismo, ni el peor capitalismo asesino, te van a decir que el peronismo es fascista, nazi, capitalista y estalinista, todo al mismo tiempo. Dicen que somos intolerantes. Pero si intercalás que acá no expulsamos a los extranjeros como perros sino que los aceptamos e integramos con naturalidad te van a decir que hacemos mal, que a los bolivianos y peruanos sí habría que sacarlos cagando.
¿Habrá cura para el de Münchhausen colectivo? Lo dudo. Hoy mismo hay una gran cantidad de gente pidiendo soluciones al que ya nos empomó una y otra vez. Y le quieren pagar con la democracia misma. "Tome, Señor FMI, tome, Señor Millonario, tome, Señor Yanqui, llévese esta democracia que no sirve para una mierda, y denos inyecciones que duelan durante décadas. Acá, en el culo, sí, acá, del otro cachete también, no sea cosa que no me duela lo suficiente. No nos ahorre dolores, que los argentinos, a la hora de aguantar, somos los más aguantadores del mundo y sus satélites".
Para encontrar una cura habría que vacunar a toda la gente, y digo a toda, incluido yo, con una vacuna que aún no se inventó. Sería algo así como la vacuna del optimismo colectivo. O de la felicidad colectiva. O sumarnos a una campaña bajo el lema: "a coger que se acaban los males". Y luego esperar a que suceda lo que los médicos llaman efecto rebaño, es decir que la cadena de la enfermedad se corte hasta desaparecer, o al menos diluirse. Lo veo difícil: ¿de qué hablaríamos en la peluquería y en la cola del banco?
En Córdoba Mata interpelé a escritores extranjeros. Había de Cuba, Italia, España, México, Colombia, Panamá, Uruguay, Chile, etc. Todos tenían motivos de queja, pero ninguno se acercó a la posibilidad de decir que su país era una mierda. Manifestaban contradicciones, malestares, presentes complicados. Nadie dijo, como dice cualquier argentino a cada rato, que su país es una basura. Creo que en ese momento encontré un consuelo. Si hay un solo país enfermo del Síndrome de Münchhausen colectivo en la tierra, esos somos nosotros. Si hay que ser los peores del mundo, perfectos en su maldad, en su imbecilidad, en su idiotez, entonces lo seremos. No es poca cosa. Quizá la historia nos recuerde así. Algo es algo.
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