Lun 21.09.2015
rosario

CONTRATAPA

Autorretratos

› Por Dahiana Belfiori

A la hora de la siesta, cuando mi abuela iba a recibir a los proveedores del bar que regenteaba en el pueblo, yo entraba a su habitación. Era el lugar de la casa que más me gustaba porque daba al jardín delantero lleno de plantas y, a través de la ventana amplia -vestida con vaporosas capas de voile aguamarina-, entraba una luz de cuento de hadas. La pieza era amplia, con muebles de madera calados con flores. Mi abuela tenía un ropero para ella sola y una cómoda llena de alhajeros, botellitas de todos los tamaños, cremas, maquillajes, perfumes. Cada alhajero era la posibilidad de un viaje con tesoro incluido. Las paredes del cuarto estaban tapizadas con un papel de fondo amarillo y flores violetas. Sobre una de las paredes reinaba un espejo de cuerpo entero, testigo de mi secreto.

No recuerdo el día que comencé a hacerlo, habré tenido siete u ocho años. Al principio sólo entraba y abría el ropero, acariciaba las numerosas camisas de seda, abría los alhajeros y desplegaba el tesoro sobre la cama, destapaba frascos y maquillajes que me invadían con sus aromas. Me sentía irremediablemente atraído por los colores que mi abuela usaba. Una de esas siestas entré al dormitorio, como siempre. Sólo que esta vez, decidido, saqué del ropero una de sus blusas, la dispuse sobre la cama junto con las sombras, el rouge y los rubores. Me paré frente al espejo y me desnudé: un niño ve mucho más que a sí mismo en un espejo como ese. Tomé el labial rosado y lo puse sobre mis párpados, completé el trabajo con una sombra lila estirando el color con mis dedos sobre las sienes, exagerando los movimientos. Con un algodón puse rubor en mis mejillas, mucho rubor. Me acerqué al espejo y quedé fascinado con el resultado. Fui hasta la cama bailando, descalzo, desnudo, tomé la blusa y la puse suavemente sobre mis hombros. Qué placer sentí mientras la seda fría se deslizaba por mis manos, por mi espalda, me hacía cosquillas en la nuca. Volví al espejo y me vi: por primera vez me descubrí bello en mi kimono de seda.

Fue a los diez años cuando me avergoncé por primera vez. Esa siesta, como cada siesta desde hacía tres años, hice mi ritual mágico. El niño aburrido, sin color, que no disfrutaba de los juegos destinados a los varones, urdió su magia frente al espejo. Sentí una vez más el placer de la piel tomada por la camisa de seda de mi abuela. Había aprendido a disfrutarme rápido: era mucho el tiempo que me tomaba hacer el hechizo y deshacerlo luego para volver a ser un niño. Cuando estaba bailando, mirándome embelesado en el espejo y tarareando cual diva herida "No more I love you's", entró mi abuela. Había olvidado algo, tal vez. No dijo nada al verme. Hizo una sonrisa linda, se acercó a mí y me acarició la cabeza. Dio media vuelta y se fue como había venido, cerrando la puerta tras de sí. Y aunque no hubo reprimenda, por alguna razón me invadió una hermosa incomodidad. Ahora no sólo el espejo conocía mi secreto.

De aquella casa sólo conservo aquel espejo, herencia maravillosa de mi abuela-madre. Bello, herrumbrado y que deforma de a ratos. Ese espejo en el que ella se ponía linda era también una especie de puerta a otra dimensión de mí mismo. Me travestía en soledad. Lo sigue siendo ahora en que lo uso para autorretratarme. Me busco de la misma manera que ese niño se buscaba a sí mismo: me pinto como me veía a mis diez años, siendo feliz. Transformo, con cada pincelada sobre el lienzo -como si de aquel maquillaje se tratara-, los monstruos de mi adultez. Ahora que sé lo que cantaba la Lennox, acuerdo con ella en que los cambios siempre se están dando más allá de las palabras.

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