Martes, 29 de septiembre de 2015 | Hoy
Por Gloria Lenardón
Caminar por Montevideo es como hacerlo sobre mayólicas, hay un suave brillo antiguo, Montevideo sirve en bandeja su cara sin retocar, y es hermosa. En el recorrido elegido no se vieron ni demolición ni agregados, ni ventanas y puertas arrancadas para las vidrieras del piso al techo que el comercio exige para modernizar, menos construcciones antiguas a las que les crece encima un edificio nuevo; la impresión es que el negocio inmobiliario no arrasa borrando o deformando la historia de su arquitectura, y hay edificios nuevos.
Las tres nos metimos en la niebla del mar, sacudiéndonos el frío helado de las calles, el aire de la playa de Pocitos se blanqueaba al sol como las velas de una regata, unos perros nos acompañaron hundiéndose con nosotras en la arena; cuando empezamos a subir, a alejarnos del mar para ir detrás de unas callecitas vistas desde la playa, el viento nos empujó hasta un hombre que mateaba en una puerta, en medio de su cuadra intacta como todo el barrio: "Edificado para los obreros en el treinta", nos dijo, se acercó cuando nos vio curiosear, vivía en el barrio atravesado de diagonales desde hacía treinta años, no había pintado ni pensaba pintar su fachada; ni él, que era arquitecto, ni sus vecinos: "Así siguen siendo ellas mismas"; pero no estaban habitadas por obreros, los obreros se habían esfumado, de acuerdo a los coches estacionados en las puertas.
Ansiosas como los perros de la playa, buscamos las fachadas de azulejos, la calle Canelones, la Gardel; estaban, sucumbimos, cuando tuvimos los pies como dos ladrillos porque helaba, nos metimos en un bar; al café lo sirvió un mozo tan amable como el arquitecto. Todos son amables en Montevideo, la amabilidad se desparrama como un postre que el paladar palpa de inmediato; el fotógrafo de la galería de fotografías (secreta, la puerta de entrada está en un túnel por donde van y vienen los autos) nos corrió para corregirnos una dirección, antes nos había informado sobre los fotógrafos del Uruguay más que una pila de catálogos, también nos dio una, enorme.
Entrábamos a las casas de antigüedades y a las librerías de viejos como a ciudades, en el hervidero bajamos una escalera tras otra a los sótanos repletos porque era domingo, como el resto de la semana muchas están cerradas -no está la feria Tristán Narvaja- nadie se daba tregua.
Era un velador, la gallina estaba toda perforada, adentro brillaba la lamparita, a través de los agujeros se veía el huevo iluminado, discutimos por la gallina del huevo de oro, hasta que vimos la colección de marionetas; era de dos siglos atrás, había venido directo de Cosenza, discutimos otra vez, pero siguieron empolvándose en su lugar, nadie pudo reunir esa cantidad de uruguayos. En la calle tampoco se estaba en paz en la Tristán Narvaja; casi invisibles entre el queso fresco, anteojos de colores, retratos al paso, conejos vivos, estaban los discos de candombe, "éste", señalamos al puestero el disco de vinilo, mientras lo envolvía nos cantaba, el puestero decía haber cantado en una orquesta dedicada al candombe, en la boca el pucho le bailaba; todo lo habido y por haber en el resto de Montevideo estaba en la feria, una batucada abriéndose paso entre la gente también, arreciaba.
A una librería minúscula, dos veladores resaltaban los rincones, casi a la vuelta del museo de Arte Decorativo (cerrado y era sábado: "Abierto de lunes a viernes"), entró una pareja brasileña, "nos asaltaron recién", iba cargada de bolsas de un shopping , las recontaba transpirando, como ya no tenían sus celulares la librería les cedió su teléfono, llamaron a la policía, a un taxi, al hotel, se fueron; salieron contando sus bolsas. Eran las siete de la tarde y en la ciudad vieja no había nadie, salvo la lucecita de la librería el resto de las vidrieras estaba oscuro. En la calle nuestros pasos retumbaban, corrimos, volvíamos a cada rato la cabeza para confirmar si la librería seguía ahí, seguía, encendida y activa. En una esquina pasó huyendo el taxi de los brasileros, en la calle no había un alma, ni un taxi. Cuando llegamos al hotel mateamos para calentarnos, cambiamos la yerba argentina por la que toman los uruguayos: la Canarias, "Todos toman La Canarias", nos informaron en el supermercado; producida en Brasil, la yerba de tan molida es casi polvo, nos gana de mano, no había yerba de otro origen en el supermercado montevideano. Cuando los argentinos que visitaban Montevideo querían mimetizarse con los uruguayos sacaban el mate a la calle, pero eso era antes, ahora los uruguayos son menos materos y más cosmopolitas, se confunden con los turistas.
El pelirrojo de la librería había hablado del Uruguay, se miraba la mano debajo de la luz del velador, señalaba afuera las paredes con andamios, "...la recuperación sigue", buscó y abrió un libro, nos leyó: "Un inextinguible olor a infancia me recibió cuando traspuse el umbral, entre los jarrones chinos, las alfombras persas, los cortinados de París, aspiré sin amor aquel vaho de lujo cosmopolita y moho local que quería impresionarme", nos alcanzó el libro con satisfacción de compatriota de Armonía Somers. "Ahora las mansiones viejas ya no pueden fanfarronear, cumplen otras funciones, mantienen sus puertas abiertas acomodándose a su nueva vida".
Aquella noche (hace un tiempito que madre e hijas hicimos una escapada por allá), las ruedas ronroneaban, la mayoría del pasaje se entretenía en dormir, en esa tranquilidad comimos un bocado, Montevideo había quedado atrás; para que no olvidáramos la vida cortísima pasada ahí nos seguía de lejos. Afuera lo concreto era la noche, las tres nos teníamos una a la otra y esa protección nos endulzó, nos dormimos enseguida; el encuentro con Montevideo había sido amable y superficial, demasiado corto. Quizá lo recuerdo ahora por el encontronazo, aquí a la vuelta, aquí y ahora, una casa que hacía brillar su herrería y sus vitrales sin ninguna desconfianza, se deshizo de la mañana a la noche. Ya no está. Otra casa falta, una sobreviviente en la esquina de Juan Manuel de Rosas y Riobamba, sus muros y rejas del siglo XIX y sus salientes rectangulares del techo para avistar al malón fueron actualizados: ahora hay una casa siglo XXI. Chau Montevideo, Montevideo adiós. (Bueno, parece que hace dos minutos bajaron pintura en 9 de Julio al 1400 para un pasillo que ronda los cien años, mantuvo enteros todos sus departamentos, de la misma época la casa vecina con la placa "Asociación de propietarios y cuidadores de caballos" sigue en carrera, cotizando).
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