CONTRATAPA
› Por Víctor Maini
Descartes como dios blanco. Alejados del celeste Zeus, del dorado Apolo, de la roja Afrodita o del violeta Horus, nosotros, los hijos de la guerra, asistíamos temprano al templo laico del cartesianismo, encerrados en los guardapolvos de la neutral lógica. Sentires, sensaciones, intuiciones o sentimientos parecían sumar poco e incluso restar en el boletín del éxito. Los más pensantes serían los abanderados. Conocer era sumar conceptos, cifras, fechas, hechos, en ningún momento significaba devenir consciente. Antiguos pupitres con porta tinteros, viejos pizarrones y punteros justicieros garantizaban un por siempre jamás. Partiendo del blanco, sin la existencia de abanico de colores o arco iris algunos, se llegaba al negro sin escalas. La zona albina era sinónimo de razonamiento apto para un sistema que picaba carne del sector oscuro, perdedores necesarios en un país en vías de desarrollo. Los adultos reproducían a la perfección los opuestos matemáticos, ricos, pobres, cuerdos, locos, sanos, enfermos, lindos, feos, dominadores y dominados. El hombre, el blanco radiante, la mujer, el negro del mundo. A veces pienso que fue un sueño, otras una primavera corta, un brote del alma. Pisé la escuela Zeballos con escasos once años. Jamás me imaginé que me esperaban un grupo de jóvenes maestras, bellamente locas, lanzadas a la aventura de cambiar el mundo, de romper un orden establecido, de enseñar aprendiendo desde la subjetividad. Con mesas redondas reemplazando bancos, trabajando en grupos, hablando en plural, supieron desterrarme para siempre de una vida sin sentido. Decían representar un sistema nuevo de enseñanza, denominado "Enseñanza Intermedias", excusa para quemarnos con su fuego. Una mañana nos entregaron a cada uno de los alumnos, una copia mimeografiada con un título "Opcionales". "No lo tomen como otra obligación, tómenlo como un juego. Algo de lo que tienen escrito en el papel les tiene que gustar. Opten, elijan, sueñen". Con estas indicaciones elegimos entre Teatro y Música, Electricidad, Carpintería, Panadería, Periodismo. Recuerdo haber puesto una cruz al lado de esta última actividad. Todo lo que hacíamos era por y para la comunidad, la escuela. No había proyectos abstractos ni individuales. El "loco" Petrelli, quien hasta ese momento sólo se había destacado por su mala conducta y sus notas en rojo, nos llenó de lamparitas aulas y baños, fue bautizado "el hombre de las luces". El gordo Barril, demostró las mismas habilidades que su padre con la madera y nos arregló pizarras, sillas y puertas. Melillo, Azorin y Gauna, un trío inseparable de compañeras introvertidas, eran aplaudidas cada vez que sacaban una horneada de pan caliente. Mi amigo, el Negro Roma, cuyos solos de bombos entonando la marcha Peronista sobre escritorios en horas libres terminaban siempre en la dirección, descolló en el escenario como actor, cantor, músico y compositor. La tarde posterior a los festejos de un nueve de Julio, lo acompañé como oyente a la clase de Teatro. "No se crean que los aplaudieron a ustedes, a su ego, a su vanidad. Agradecieron el arte y la música que por su intermedio emocionaron al público...", fueron las palabras elegidas por la docente como baño de humildad. Sólo deseo que estén vivas y con los mismos destellos en sus miradas. Opto por no nombrarlas. Al igual que estrellas anónimas en el firmamento, todos llevamos seres mágicos como luces prendidas en el alma. Nunca más tuve maestras como ustedes. Creo que nunca se propusieron enseñarme nada, más bien pensaban en voz alta, mostraban sus dudas como fuerza indispensable para crecer, para caminar. Alguna vez, una de ellas me dijo: "Si bien creo que el trabajo es sólo un medio, para nada un fin, no se me ocurre a qué te dedicarás en el futuro. Lo único que sé es que mientras vivas te va costar mucho dejar de escribir". A la distancia, te contesto señorita, tenías mucha razón y, sin ánimo de corregirte, le agrego a tus palabras: estoy vivo porque no dejé de escribir.
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