Martes, 3 de noviembre de 2015 | Hoy
Por Alberto Giordano
martes 27 de octubre, 11:30 hs.
Hace poco me enteré de que un escritor bastante conocido le hace gracia que lo sigan llamando "joven", aunque está próximo a cumplir cincuenta años tuvo que comenzar a divorciarse de su primera esposa a través de una conversación telefónica de larga distancia. Me pasó lo mismo, con el agravante de que la distancia era, en mi caso, mucho más larga que la que separa Buenos Aires de una ciudad patagónica: me tuve que comenzar a divorciar desde París, desde un teléfono público del aeropuerto Charle de Gaulle, recién llegado de Copenhague. Si uno es sensible a la victimización femenina y consiente que los reproches se excedan en la dirección de lo melodramático (quiero decir: si uno es manipulable), tener que comenzar a divorciarse por teléfono, desde el extranjero, puede resultar desquiciante. Por suerte, cuando me ocurrió, estaba en compañía de un amigo, Marcelo Sztrum, del que se podría decir que sí me salvó la vida. Como las puestas melodramáticas no escatiman en recursos, si cuentan con un productor generoso, cambié el pasaje de vuelta y anticipé el regreso varios días (así de sensible era, en aquellos tiempos agónicos, al canto vengativo de las sirenas). Marcelo me alojó en su departamento se podría decir, en su abigarrada biblioteca y me sostuvo, durante cuarenta y ocho horas, apelando al más elemental sentido común: si lo que yo quería era divorciarme lo quería tanto como salir a la superficie, cuando los pulmones parece que van a estallar y comenzar una nueva vida, entonces iba a sobrevivir al melodrama y el resentimiento (la comedia siniestra de la autoinculpación innecesaria) sin perder la cordura. Tenía razón. Todavía me dura la alegría por tener que agradecérselo. Como la ocasión era propicia, nuestras charlas durante aquel tiempo suspendido volvían continuamente a las penurias de la depresión, experiencia misteriosa en la que ambos teníamos antecedentes. Para sumar otra voz, no más autorizada pero sí más elocuente, Marcelo me regaló Face aux ténèbres. Chronique d'une folie, las traducción al francés de las memorias de William Styron sobre la depresión que lo abatió hacia 1985. Como me cuesta leer en otras lenguas, aunque suponía que era un libro que me estaba predestinado, nunca pasé de la primeras páginas. Quedó olvidado en mi biblioteca durante mucho tiempo. Lo reencontré y lo dejé a mano hará algo más de un año, cuando se podría decir que comenzó el tiempo de la convalecencia. Había llegado el momento de leerlo, pero no poder hacerlo de corrido me quitaba las ganas. Tuve que volver a Chile, la semana pasada, a las librerías del Drugstore de Providencia, para encontrarlo traducido al español, finalmente disponible. Esa visible oscuridad. Memoria de la locura, es un librito de ochenta y cinco páginas editado por Hueders, en Santiago, en marzo de este año. Lo leí, como tenía que ser, de un tirón, ayer a la tarde. Ocupé más tiempo en tomar notas, notas que voy a transcribir y desarrollar en las siguientes entradas de este diario, que en leerlo. Baste decir, por ahora, que es un libro de lectura imprescindible para aquellos a quienes les toca tratar con alguien de quien se puede decir que está deprimido, para saber qué hacer (lo poco que hay para hacer, en caso de estar dispuesto) y, sobre todo, para saber qué no hay que hacer, en caso de no querer agravar un dolor que ya es insoportable. "La depresión dice Styron es un desorden psíquico tan misteriosamente penoso y esquivo en la forma de presentarse al conocimiento del yo del intelecto mediador que llega a bordear lo indescriptible. De este modo permanece casi desconocido para aquellos que no lo han experimentado en su forma extrema". Es, con otras palabras, lo que me decía mamá, durante cada depresión suya, después de la primera mía, la de los veinte años: "sólo vos, porque viviste lo mismo, me podés entender." Hasta cierto punto, sólo hasta cierto punto, porque ninguna depresión es semejante a otra, tenía razón.
14:15 hs.
Como es escritor, y sabe de la inadecuación entre los nombres y lo que señalan, Styron advierte que "depresión" es una palabra demasiado blanda para transmitir la violencia, "la espantosa fantasmagoría de la mente que se ahoga". Tal vez "melancolía" se ajuste mejor. "Esa visible oscuridad" es una confesión con valor de testimonio porque el relato autobiográfico desenvuelve una fenomenología de la enfermedad con matices que no siempre advierten los saberes que intentan explicarla. Acaso no haya otro libro del que se pueda aprender tanto aunque no es mucho sobre esta misteriosa aflicción, no sobre sus causas siempre conjeturales, ni sobre su cura la única certidumbre es que no hay remedio inmediato, sino sobre qué convendría hacer mientras dura. El que no la padeció no puede saber de qué se trata, y el que la sufre no cuenta con recursos para ofrecer una representación clara. Este es el punto de partida, del que Styron consigue alejarse cuando insiste, con elocuencia sobrecogedora, sobre la cualidad física del dolor depresivo, semejante al de un cuerpo que se asfixia. Se trata, para decirlo de una vez, de un dolor insoportable, que no hay modo de no vivir como infinito, ya que nadie puede anticipar el final. ¿Por qué una vida se debilita y ensombrece de tal forma; por qué la aflicción puede durar meses pero también años; por qué es tan común que la enfermedad se repita, más de una vez? Hay quienes sobreviven y hasta parece que mejoran, como si hubiesen aprendido algo, y hay quienes naufragan definitivamente. A Styron lo ofende el menosprecio moral en que se tiene al suicidio de quienes padecen depresiones severas, cuando se lo juzga como una especie de debilidad. La analogía con el enfermo de cáncer terminal sitúa la reflexión en un plano justo: "la tortura de la depresión grave, totalmente inimaginable para quienes no la hayan sufrido, en muchos casos mata porque la angustia que produce no puede soportarse un momento más". Pedirle más a quien no soporta un día más el tormento que lo demuele es razonable; censurarlo por no haber respondido es una jactancia digna del mayor desprecio. Si en casi cualquier circunstancia someter el examen de un problema a apreciaciones morales resulta pernicioso, cuando se trata de un trance depresivo es absolutamente contraproducente, incluso dañino. Es como querer apagar un incendio rociándolo con nafta. Algunos lo hacen por impotencia, por desesperación. Otros, porque ni siquiera en tales circunstancias son capaces de renunciar al goce de sentirse moralmente superiores (a éstos se los reconoce por la indignación que les provoca ver que la nafta no ahoga el incendio). "La pérdida en todas sus manifestaciones constituye la piedra de toque de la depresión", comenzando por la pérdida de la autoestima y la confianza en sí mismo. "Esta pérdida puede degenerar enseguida en dependencia, y de la dependencia en miedo infantil". ¿Qué sentido, si no el de agravar el padecimiento, puede tener sancionar las "debilidades" o el "egoísmo" de quien padece una depresión, si él ya está convencido de que vale poco, menos que los demás, por tener que confrontarse continuamente con juicios que lo descalifican de forma inapelable? Algunos lo hacen, de todas formas, por impotencia o desesperación. No conviene justificarlos, aunque podamos entenderlos. Otros, se diría, por el goce de sentirse moralmente superiores, goce que disfrazan de razonable, cuando no oportuna, exasperación. De sus abusos la memoria del sobreviviente guardará testimonio, para no olvidarse a mantenerlos distantes, en caso de que se repita la catástrofe.
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