CONTRATAPA
› Por Julio César Quinteros
El opel. Mientras el opel permanecía estacionado frente a la casa de Walter la odisea no comenzaba aún. El opel no funcionaba, diversas técnicas de la mecánica y la física junto a la química lo impedían. Ni electricidad ni combustión alguna. Estaba claramente a la venta, tal como lo indicaban sin error los carteles pegados en las ventanillas. La pintura opaca mostraba su larga espera en calle Urquiza. Bastante bien se lo veía, sólo la opacidad de la calle lo ensuciaba: cagadas de aves, hollín de los escapes automotores, lluvias y vientos. Una odisea de la quietud le opacaba y la odisea no comenzaba aún. Walter intentaba vender el opel, publicaba anuncios en todos los soportes posibles que el humano ha inventado, cotizaba, escuchaba voces en su teléfono que ofertaban, desdecían, regresaban al decir y se perdían en la nada de la telefonía, el silencio absoluto. Era casi insoportable la situación. Una tarde lavamos el opel allí, en calle Urquiza, ante la mirada azarosa y azorada de personas que formaban fila ante la puerta de vidrio del cajero automático de calle Urquiza. Las cinco de la tarde nos iluminaba. Mojamos trapos, mojamos chapas, fregamos cagadas de pájaros afortunados, silbamos y hablamos, es que no hay radio en el opel. Secando las chapas, Walter recibió una llamada de uno que quería comprar el opel y preguntaba si podía llevarlo hasta mar del plata. Walter respondía y sus ojos viraban, los colores de sus ojos viraban en ira por momentos, paciencia mejor. Subimos a casa de Alicia al finalizar la tarea. Enjuagué los trapos mientras Enrique Walter publicaba y publicaba y disfrutamos de una película de José Luis Cuerda para distender un poco los sesos. Alicia, en su infinita ceguera, reía, comentaba y aportaba datos. Una inmensa es Alicia. Bebimos a la salud un par de birras y no sé, creo que me regresé a Manchester caminando bajito. Seguramente. Al salir de Urquiza el opel continuaba en quietud, opaco, más limpio, opaco. La odisea no comenzaba aún. Días de feria transcurrieron, días de mitrio y calles y libros y cargar el 21, buscar otra, traer y llevar a Iriondo, a Cerrito, a Iriondo y a Cerrito, a mitrio. Transcurrieron días en los que Walter Enrique Pablo publicaba y relataba los llamados recibidos, las voces de posibles compradores del opel. Hilarantes relatos he retenido, escuchado al menos, sobre las baldosas del patio de mitrio, en penumbras del sol a pleno, en la luz inmediata de las velas en el candelabro. Muchos sucesos aconteciendo transcurrieron los días. Lo usual. Hasta la tarde en la cual buscamos el opel en la zona sur, en lo del mecánico. Supongo que la odisea comenzó esa tarde. Al menos para mí. Arranco cerca de las diez de la mañana a preparar una pava de mate, recibo un mensaje de Walter, en un par de horas viene a por mí. Mi mañana se reparte en publicar revistas y libros en la web y leer Dostoyevski, sin música, con el sonido del externo acontecer, vecinos que hablan, sirenas, voces y cornetas lejanas que hacen un colchón de audio que llega a llamarse silencio. Breaking away. Casi escucho, leo y leo y publico ofertas mientras la clandestinidad de la wifi permite, respondo algunos mensajes, genero respuestas en otros. Llegada cierta hora llega Walter, viajamos hasta mitrio y comemos algo, algo así, bebemos a la salud y salimos en busca del opel hasta lo del mecánico. Hacemos un par de postas antes de llegar y llegamos. El mecánico es electricista en realidad, y es muy correcto, la radio del lugar emitía algunas canciones amables y algunas no tan amables. Nuestro plan era lavar el opel y pulirlo con un producto para pulir y una vieja amoladora, si es que esta última se digna funcionar. Intento y falla. Intento y falla otra vez. Lo siento digo y haremos el pulido a trapo en mano. Lavamos el opel con una esponja y detergente, le enjuagamos y lo seco con una rejilla que me prestó el hijo del electricista mecánico. Queda presto a ser pulido con el producto para pulir que hubimos comprado en la ferretera San Luis ante una escena inverosímil: un hombre de unos cuarenta años, con alguna falencia motriz en sus brazos y manos y habla, junto a una mujer ciega y casi enana, compraba una piedra de amolar doble, un instrumento peligrosísimo. Vestidos con ropa de campo, ella decía que le gusta más la ciudad y que a él le gusta más el campo, sus boinas terrosas, las manos del hombre completamente reviradas, el bastón de ella quieto en sonrisa. Sopesaban la máquina, preguntaban en sus medias lenguas las preguntas funcionales, eran eternos, todos. En ése instante eran todos eternos, la pareja, el vendedor, la máquina misma, la escena, lo inverosímil. Walter registraba todo en su lábil memoria sólo para comentar todo una cuadra más lejos. Menos de una cuadra: mientras sucedía la escena iba murmurando todo lo visto para fijarlo en su memoria, lábil instrumento del capricho. Y, al salir del local, comentó en un torbellino de ideas y palabras todo lo visto, lo vivido recién. No recuerdo bien por qué cruzamos otra vez a esa misma pareja, en la misma esquina otra la de enfrente y abordando un remis con la caja conteniendo la piedra de amolar en las manos extrañamente reviradas, intentando subir al remis. Es extraño. Entonces nosotros, el 21 y el producto para pulir, encaminamos pues hasta lo del electricista mecánico. Comienzo entonces a decir a Pablo Walter Enrique que el 21 está muy sucio, muy sucio. El se desentiende y marcho a lavar el 21, con cierta participación de Walter que fue a comprar más detergente y una birra. Reímos, endetergentamos el auto, la chapa, el capot, enjuagamos el detergente, reímos y Pablo se queda en el opel intentando lograr pulir. Lo logra. Logro secar el 21 con la rejilla otra vez prestada y Enrique logra pulir un sector del capot del opel. Vamos bien. Pulimos, pues, las chapas pintadas del opel mientras el 21 se secaba al aire y esperamos a Javier. Javier debía llegar para ayudarnos a trasladar los dos autos ya que no conduzco. Le esperamos, puliendo, repasando a veces el opel o sectores de las chapas del 21. Hablamos, escuchamos una música, bebimos a la salud, reímos otras veces. Hubo un cierto malentendido telefónico y Javier no llegó. Esperamos a Javier en vano. Una llamada telefónica acercó nuestras humanidades de los tres. Llegamos hasta Javier y retornamos los tres hasta el opel y emprendimos la odisea. Sin saberlo. El opel arrancó, tranquilo, rodó por la noche ya de la calle de la zona sur, algunas pocas cuadras, en tres cilindros, hasta que un imprevisto corte de calle nos obligó a girar. Ahí es cuando el opel no funcionó más. Al menos por un rato largo. Intentamos, intentaron, intentó. No funcionó. Cascaba una tos el motor, ahogaba el carburador, desdibujaba la bujía la chispa, no sé, nunca supe. En fin. Estacionamos el opel en cierto sector de cierta cuadra y emprendimos el regreso. Llevamos a Javier hasta la zona más sur y regresamos al fin. El 21 no quedó en el camino, afortunadamente. Llegamos a urquizio y Walter debía copiar unas películas y Alicia estaba locuaz y bebimos a la salud. Supongo que comimos algo o no, escuchamos algo, recibí un mensaje en el teléfono y me las piré, caminando. Hasta Iriondo, hasta Manchester, hasta morir hasta mañana o renacer mañana o dejar de ser un rato para ser o no sé ya. (continuará)
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