CONTRATAPA
› Por Gabriela Gervasoni
Me impresionó verme fragmentada en los pedacitos de espejo. Esos recortes perfectos creados por el azar eran capaces de mutilar partes de mi cara hasta hacerlas desaparecer. Estuve algunos minutos paralizada, mirando el resplandor que venía del piso. Soy esa, pensé. Dividida, desarmada, rota. Sentí rabia al verme desbordada por ese interior que nunca puedo dominar.
--¿Qué pasó? -preguntó él abrazándome desde atrás. Después me dio vuelta para comprobar si estaba lastimada y volvió a interrogar: --¿Qué pasó?
Pasó de todo. Pasó que la mañana insiste con su tristeza de nubes e invierno tardío. Que el tiempo se fue volando y sólo me quedaron algunas fotos. Que en las fotos hay personas de quienes ya no recuerdo la voz. Pasaron las navidades, los cumpleaños, las estúpidas esperanzas molidas a palos por la realidad. Los años como maleza ensuciándonos los días. También nos pasó la muerte, esa que sorprende y la otra, que consuela porque sólo viene a llevarse la cosecha. Pasó que la primavera se olvidó de venir este año y no quiero que llegue el verano.
Sigo sintiendo su abrazo abierto, callado. Después de tantos años entiende que no sé casi nada sobre mis lágrimas. Con los ojos cerrados hago un inventario de tristezas. Quiero llorar, entregarme a ese vacío que abrió el espejo roto pero no para llorar por la mala suerte que debería arrastrarme durante los próximos siete años. Necesito vaciarme de todo lo que no me animé a hacer, de las culpas, de ese desdén que recién ahora empieza a abandonarme y del que no tuve la lucidez de despegarme a tiempo. Soltar esta angustia reprimida a versos. Quiero llorar por todos los espejos rotos que nunca más me van a reflejar.
--¿Qué pasa? -pregunta ahora, tal vez convencido de que tengo una tristeza permanente, continuada. No es casual el tiempo verbal que usa; no, nunca es casual. Me sigue abrazando y adivino que, como yo, también cerró los ojos. Respira sobre mis canas teñidas de negro. Sus brazos van y vienen sobre el cuerpo que fue mío y recuperan sus ojos apagados. Quiero serenarme contagiándome del latido de su corazón. Me mece en el abrazo y yo me dejo. Aunque no pudiera verlo ni escucharlo sabría siempre que es él. Me basta con tocar cualquier parte de su cuerpo, soñarla o recordarla para estar segura de quién es.
Sigo inventariando tristezas. En silencio. Aprovechando lo del espejo. Sostenida por los brazos de él. Siento su respiración y los pies rompiendo aún más los pedacitos de vidrio. El ruido es frío, como de hielos quebrándose. El vecino de al lado pone por segunda vez la Zamba para olvidar. Detesto cuando invade nuestra casa con su música y hoy me molesta más que nunca. "¿Para qué vamos a hablar de cosas que ya no existen?", pregunta el parlante ajeno. Las manos de mi marido se esfuerzan por traerme de nuevo acá, a este presente de imágenes rotas, de lluvia en las ventanas entreabiertas, de cuerpo que se va despertando para el otro.
Sin querer terminamos bailando esa zamba triste. El me fue llevando y yo no opuse resistencia. Cada tanto nuestras zapatillas se chocan y volvemos a buscar un ritmo más armónico. Quebramos más y más el espejo, lo pulverizamos con suavidad y desprecio.
--Ya pasó, es un espejo nada más -dice mirándome a los ojos, intercalando besos y palabras.
--Pero que se rompa trae mala suerte -miento, porque a esta altura la superstición ya no me asusta.
Por fin mi cuerpo salta como un tigre hambriento sobre el inventario de tristezas. Se lanza sobre la zamba inoportuna, quiere devorar las lágrimas. Como si hubiera un sistema que equilibrara cuerpo y alma, pasado y presente. Como si entrar en los pensamientos alejara de la vida y apagarlos nos resucitase.
--Hacer el amor cerca de un espejo roto trae catorce años de buena suerte -me dice al oído.
Le creo porque no se ríe. Y sobre todo porque terminó la zamba y mientras nos tirábamos sobre la cama, por fin, dejó de llover.
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