Mié 30.12.2015
rosario

CONTRATAPA

Veinte centavos de níquel

› Por Jorge Isaías

Esto fue en el tiempo en que todas las chacras estaban pobladas y la vida rural existía con un sinfín de cultivos que por aquí no se han visto más. Quiero decir, aquel tiempo remoto en que la tierra no era del que la trabajaba y sudaba, con ese fervor y esa disciplina que traían del otro lado del mar, sangre inevitable que llevo porque por rama materna soy primera generación de argentinos.

La anécdota que voy a referir está lejana en el tiempo, y es tan pequeña, tan nimia que de algún modo es metáfora de mucha injusticia que sobrevive en el mundo y por lo que uno ve, y yo he vivido mucho, digámoslo con dolor, no parece cambiar y tengo la sospecha de que se irá agravando. Como si tanto avance tecnológico en lugar de ablandar el corazón de los hombres se lo volviera muy duro, como si estuviéramos en la época de las cavernas, y estoy repitiendo un concepto de Roberto Arlt, publicado en uno de sus Aguafuertes del año 1928.

Un día soleado de mayo, una madre inmigrante, joven, viuda no hace mucho, madre de dos varones y una niña, trabaja en una chacra como cocinera; en realidad está con una hermana y su familia y trueca su trabajo, que también se extiende a algunas tareas rurales, por comida, escuela y poco vestir para sus hijos y para ella misma.

Un domingo de otoño sus hijos varones solicitan el permiso de su madre para asistir a la fiesta de la escuelita rural donde son alumnos. Hay una kermese, con sus típicos juegos -carrera de embolsados, tejo, rayuela, sapo y seguramente fútbol para los varones-. Ante los ruegos y la insistencia de sus hijos es obtenido el permiso y, como es fácil suponer, no puede darles una moneda, aun la más mínima, porque simplemente no la tiene, no hay ni en la más remota fantasía quizás. Pero allá van esos dos gringuitos felices de asistir a la humilde fiesta de la escuelita rural que emerge entre altos maizales amarillos y pletóricos de mazorcas. Son retraídos por naturaleza, pero al alboroto y las carreras se inhiben aún más. De pronto un chico trae a otro sobre sus hombros, en un juego tal vez inventado allí mismo, y del bolsillo del que viene cabeza abajo cae de pronto una moneda que brilla en el patio pisoteado. Siguen su juego sin percatarse de la pérdida. El mayor de los hermanos se acerca con disimulo y pone su pie, que calza una humilde alpargata recién estrenada. Levanta esa esfera de níquel que huele a plata y a gloria, la desliza en uno de sus bolsillos y ordena con una seña a su hermano esperar un rato. Cuando están seguros de que la maniobra no ha sido descubierta, se acercan al puesto de dulces donde los esperan pastelitos rebozantes y las botellas de las gaseosas de entonces, tal vez una naranjada previamente refrescada en un barril de bolsas con hielo.

Esa noche cuentan la travesura a la madre, mi abuela, quien les da tremendo reto y les pone penitencia de un año sin salir de la chacra. Y en verdad no sé si cumplieron porque un año es una eternidad en la vida de un niño, aun los hijos de los chacareros tan pobres.

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