Jue 31.12.2015
rosario

CONTRATAPA

Taxi

› Por Horacio Çaró

Tomo un taxi, a las apuradas. El calor, el sopor, el vapor buscan aniquilar mi voluntad y están a punto de lograrlo. Subo al auto y un leve azote de aire frío en mi cara sirve para facilitarme la tarea de acomodar el traste en el asiento brillante y lustroso. Mientras le digo al taxista mi destino sin mirar siquiera al espejito retrovisor, éste se da vuelta y me mira como quien reconoce a alguien familiar. Pero yo soy nadie. Y el taxista es Mauricio Macri.

Se nota que el tipo volvió su cara hacia mí sólo para que me diera cuenta de quién era, porque volvió a mirar hacia adelante y puso primera ni bien mi balbuceo ﷓"Dorrego y Catamarca"﷓ se disolvió en el aire fresco. Yo tenía en mi mano derecha el viejo celular, en la izquierda la manija de un portafolios de cuerina negra, y en mi quijada el cross de derecha que me produjo enfrentar el rostro de ese tipo que ya me trasladaba a una velocidad en medio de un silencio inusuales.

El fulano este cruza en rojo nada menos que calle Mitre en horario pico, pero algo me impide decirle que está loco, que eso no se hace. No sé, recién subo al taxi, el aire está bueno. "Está bueno el aire, ¿no?", me dice el tachero Macri mientras yo, justo, lo estaba pensando. Antes de que le responda, el tipo clava los ganchos antes de atropellar a una mujer que llevaba un cochecito con un bebé adentro. "¡Tarada, la próxima no paro y te paso por encima!", escucho que grita este alocado Mauricio a través de la hendija que quedó al bajar unos centímetros el vidrio de su ventanilla.

Aprieto fuerte el celular y al hacerlo suena un ringtone cualquiera, pero eso se ve que puso nervioso al Macri taxista, porque sin siquiera darse vuelta pisó el acelerador a fondo y volvió a cruzar con el semáforo en rojo, esta vez calle Paraguay. Me doy cuenta que me mira por el retrovisor. Me animo. "¿Qué la pasa, amigo?", le disparo. El tipo enarca las cejas, y ensaya una sonrisa que permite ver el brillo de sus ojos azulados pero no la mueca de su boca. No responde. Y al cruzar Italia a todo trapo, siento el impacto. Seco, violento pero seco.

Sin detener el rumbo que no era el que le había indicado pero tampoco del todo desconocido para mí, me doy vuelta, y a través de la luneta veo el cuerpo del perro recién atropellado dando un último revolcón. Una arcada acomete mi garguero y siento que voy a vomitar. Macri saca un 38, me apunta sin dejar de mirar hacia adelante, y me bate: "Ni se te ocurra, acabo de limpiar el tapizado".

Cuando el taxi llega a bulevar Oroño, Macri dobla violentamente hacia la izquierda y se dirige al sur a toda marcha. Vuelve a cruzar semáforos en amarillo, rojo, continúa sin siquiera reparar en que hay gente cruzando de vereda a vereda, hace señales obscenas a gente que mira incrédula pero no alcanza a ver esos gestos. Tan rápido es su tránsito por la realidad. Tan vertiginosa su conducción. Tan temeraria su mirada helada en el espejo retrovisor.

De pronto frena en la puerta de un búnker custodiado por un patrullero policial. Ni me mira cuando abre la puerta para bajar del coche. Lo veo aproximarse a una puertita de lata pero ni se me ocurre bajarme y escapar de esa pesadilla. Y aunque se me ocurriera, no sabría cómo hacerlo. Mauricio el taxista entra al búnker, permanece pocos minutos en su interior y sale con un paquete en la mano. Un paquete envuelto en nylon negro.

Sube rápidamente al auto, después de saludar a alguien que está dentro del patrullero pero a quien no se lo puede ver porque el vehículo oficial tiene los vidrios polarizados. Macri se sienta, pone el paquete en el asiento del acompañante. Veo que con la uña del dedo meñique de su mano derecha abre con torpeza el plástico negro, hurga adentro, saca algo del paquete y se lo lleva a la nariz. "Un sartenazo", pienso, mientras el fulano me mira por el espejito.

Macri vuelve a poner en marcha el taxi y sale a toda velocidad de ese barrio en zona sur. "¿Adónde querías que te lleve, flaco?", me pregunta. "Dorrego y Catamarca", murmuro. Y el tachero pega la vuelta y pone proa al norte. "¿Querés?", me pregunta, mientras me muestra la uña del meñique rebosante de mandanga. Le digo que no, y el mono no tarda en esnifar la sustancia.

Cuando llegamos a la esquina de Dorrego y Catamarca, Macri ya había vuelto a cruzar todos los límites posibles, violado todas las reglas viales conocidas y burlado cada uno de los deberes que tiene que cumplir alguien que tiene a cargo un servicio público. "Dejá, no pasa nada", me dijo cuando saqué la billetera para pagarle el viaje. "Hacé de cuenta que te llevé de paseo. Que te cambié la rutina, flaco".

Abrí la puerta del taxi y me enfrenté al calor agobiante. Todo seguía igual que en los últimos días. Todo resultaba amenazador.

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