CONTRATAPA
› Por Luisina Bourband
Sonríen las tres. Sus peinados, hechos al pasar, dejan algunos de sus cabellos flotando en el aire. Están levemente desenfocadas y eso les da un tono relajado. La siguiente foto muestra una costanera recta, bordeada por luces un poco antiguas. No me resulta conocida, y me pregunto en cuál mar será, o en qué parte. Sigo viendo gente que antes de terminar el año ya está instalada en sus vacaciones, mirando el horizonte azul, esperando plácidamente. Ellos postean su felicidad al mundo. Nosotros no pudimos juntar un mango y tendremos que vernos las caras, sin mediaciones marítimas ni vientos refrescantes. Me transformo en una presa de vacilaciones, armando y desarmando posibles articulaciones familiares para pasar el sobrevalorado fin de año, y sobrevivirlo. Los días anteriores me parecen interminables. Diciembre ha sido un mes larguísimo. Cuentas que pagar, fiestas de fin de todo, la estrecha cercanía entre el término de las clases y la navidad. Regalos comprados como quien activa una máquina sin alma. Pero si el 31, después de todo lo que hice este año, material y simbólicamente, lloro con una propaganda de Coca Cola que veo por Youtube, es porque estoy realmente perjudicada. El fin de año me ha hecho mal, y sin embargo, lo quiero. "Mamá, ¿me enchufás la Tablet?", me pide Benjamín por cuarta vez en el día, mientras el aparato solloza avisando de su próxima extinción. Aspiro los mocos para adentro y de una pasada seco mis ojos. Gordo Bomba deja de mirar Cars, que gira en el DVD desde que se levanta hasta que se acuesta, para darle un piñón a Flaca Escopeta, que le acaba de robar el chupete, en pos de completar su arsenal de cinco ejemplares. Los llantos y las ansiedades se multiplican, cada uno por su motivo.
Mientras dejo que se maten, con lentitud coordino cebar un mate al padre de las criaturas, que está cocinando desde ayer el menú completo para la noche, todo transpirado.
Pienso en el pasto que no tengo, en el club al que no voy, y las vacaciones que no me procuré. Cuento todas las horas que faltan para poder dormir, y al instante anterior a que todo estalle, les saco los pañales a los mellis que se niegan, obligo con mi mirada de madre malísima a Benjamín, me pongo la malla marrón toda estirada, y nos meto a todos a la Pelopincho, que es uno de los mejores inventos de la humanidad, casi a la altura de la manguera. Bien lo han sabido los monoteístas, los yoguis, y los capitalistas que invierten en las Termas: el agua sana. El efecto de su frío sobre la cabeza no es para nada superficial. Produce un cambio hormonal, humoral, y las fuerzas del optimismo te vuelven a poseer, aparte de limpiar tu sucia alma.
Cuando la diversión ya arrancó sola, me siento en la reposera de plástico entramado y los miro. Se pasean desnudos arremetiendo con cautela a las baldosas resbaladizas. Uno le saca el tapón a la pileta, y el chorro sale con fuerza. Benjamín dice: "Mirá mamá, parece de cristal, se mueve, pero la forma siempre es la misma". Flaca escopeta chapotea a lo Debbie Reynolds sin soltar la muñeca, los chupetes y los baldes. Gordo Bomba, que siempre tiene un auto en la mano, porque él mismo es un auto, lo mete abajo del chorro. La pieza queda sofocada debajo del peso con que sale el agua. Pero Benjamín lo desliza para adelante un milímetro y el auto se dispara, como si estuviese en una rampa, para maravilla de los dos, que se miran, panza frente a panza. Gordo Bomba lanza un gritito de placer, y el más grande se enorgullece con ser el titular del descubrimiento. Se extasían con esa magia gratuita, relanzando el auto, hasta que la pileta escupe lo último que le queda.
A la tardecita, casi sin fuerzas de combate, todavía nado en el quilombo. La nena está bañada, vestida y perfumada, por su amor a los vestidos y las fiestas. Los otros dos, desacatados, execran meterse al agua nuevamente, cuando ya lo hicieron, y mucho. Cuando despliego el único mantel que está disponible, me muestra las manchas con las que fue guardado. Recurro al plan B de la madre normalista (sin disfrute y sin contemplación), y los baño llorando, pero en tiempo récord. Tapo las manchas del mantel con los utensilios concienzudamente colocados. Cuando llegan los parientes, soy la única que no está lista. A las madres nos toca siempre bañarnos últimas, aparte de tener que comer la pechuga del pollo.
La noche está echada. Pruebo de toda la cantidad de platos y platillos exquisitos que cocinó León. Antes acomodé los chicos en sillas en las que no permanecieron, les di de comer cosas que no comieron, se subieron y bajaron a mi falda ocho veces, pelearon por la jurisdicción de mi cuerpo, y volcaron sus vasos. Ponemos música y bailamos. León me concede media pieza, porque enseguida me quiere toquetear, y no es lo mismo bailar que toquetear. Ellos se entrelazan en nuestras piernas y se ríen. Por momentos los veo felices, sin dobleces. Proveer de la felicidad plena a un ser, aunque sea por un tiempo tan corto, tan fugaz, me regocija de una forma inexplicable. Me hace sentir importante formar parte de recuerdos imborrables, o poder fabricarlos.
Cuando me sirvo la segunda copa de vino, mi cuñado me mira. "Flaca, pero si vos no tomás!". "Si no aprendo llegando a los cuarenta, estoy frita", le digo. La exquisitez de la comida y ese sentimiento (por fin) de modesta renovación espiritual que me embarga, me predispone sensualmente. Cuando esa vía se abre, recuerdo mis viajes, las comidas ricas que probé, esos tiempos de libertad amatoria, y me vuelve la algarabía. Estoy lista para el sexo en este momento. Sin embargo falta tanto. Hora y media para las doce, los dulces, el brindis, dormir los chicos, devolver los grandes, ordenar un poco la cocina para que no sea el Arca de Noé de los insectos. El tiempo corre, ya descalzos bailamos videos del Imperio que pensé que siempre iba a batallar, defendiendo el jazz y la bossa nova. La colaless que me puse con mucha expectativa, me tironea ahogada, pidiendo rescate. La estrategia es dormirlo a Gordo Bomba antes de que lo hagamos nosotros. El desgraciado está más contento que nunca. Quiere conversar, se sube a mis piernas haciendo cocoyito. Es tan hermoso que oscilo entre darle besos y mandarle una carta documento para intimarlo a dormir. Tomamos la táctica más extrema: apagar todo "haciendo como que dormimos". En una hora incierta de la noche calurosa, me despierta una bomba de estruendo que suena afuera. Tengo la boca pastosa. Siento el ronquido desatado de León, que sin embargo, en algún momento, llevó al rebelde a su cama. Me acurruco junto a él. Mi estómago sufre todo lo que le hice, pero alguna otra vivencia me promete al oído, cuando León se empieza a mover. Comienza un nuevo año, en algunas cosas, para resistir... pero en otras, para ceder.
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