CONTRATAPA
› Por Leonel Giacometto
Mi vida amorosa siempre fue un desastre. Mi vida sexual no, para qué mentir y adornar la cuestión ahora, cuando me decido a dejar por escrito esto que quiero hacer. Dejar me dejé siempre y lo de hacer es un decir, más bien es una forma de comenzar a separar las aguas en cuanto a mi vida amorosa, decía, y a mi vida sexual. Una manera de arrancar, digamos, una forma de separar, por decir, carne y cabeza y, con veintisiete años yo, decidir cuánto y cómo manejo mi carne y la ajena.
Cogí mucho yo, siempre. Me gustaba coger. Hoy no pero, antes, me gustaba que me cogieran fuerte, en cualquier lado, a cualquier hora, largo o corto, rápido o silenciado el tiempo por alguna pastilla, me gustaba que me cogieran en el Hospital los camilleros, por ejemplo, siempre al palo ellos, brutos de nacimiento, y siempre dispuestos a cogerse cualquier cosa que demostrase prestancia (o no). Yo no sabía que ser camillero podía contener tanto vicio desmedido por, digamos, entrarle a algo: hombre, mujer, muerto. Hoy me dan asco pero ése es otro tema.
Me llamo Carlos pero me hago llamar Charlie a pesar que todos en el Hospital me dicen Carlitos, apodo que detesto pero acepto ya que uno se va acostumbrando a todo. Aquí hablo de lo que los demás ven, piensan, callan, inventan, aciertan y dicen sobre uno y esto último me ayuda mucho hoy, estando por hacer lo que voy a hacer me sostiene esto y sé que lo leí en algún lado hace mucho. Pero no recuerdo dónde. Solía leer más hace unos años. Solía hacer más cosas que poco tenían que ver con la curiosidad, digamos, sensible por la carne del otro. Solía entender otra cosa por entrega. Solía tener otro tipo de fiebre. Todo esto fue cuando todavía no era enfermero y quería ser campeón de carreras de bicicleta. Una idea enorme y un deseo medio desproporcionado que no resultó ya que mi predisposición al esfuerzo rutinario de subirme a una bicicleta fue poca, ensayar para ganar, digamos, nunca me gustó y adiós al sueño. No me pesa en absoluto, el mundo encerraba otros mundos supe después y hoy persiste esa certeza. Antes de ser enfermero, por ejemplo, no sabía de la existencia de los camilleros, del terror de los médicos nuevos por el contacto humano, de cierto poder gestual reparatorio del personal de la salud sobre la vida del enfermo en el Hospital, de la falsa ilusión de la química y de las atenciones, digamos, sociales que trae la enfermería, adonde caí, sinceramente, por desgano, por hacer algo, que le dicen.
La gente, tanto pacientes como familiares, dicen que nosotros, para la atención, somos mejores que las mujeres, que son todas puteras, digamos, en todos los sentidos. Andan siempre por ahí ellas, putas y malas compañeras hasta con ellas mismas; cagándose entre ellas viven las muy turras. Pero son las dueñas del Hospital y por eso, de a poco, uno se va dando cuenta que lo mejor es, digamos, tenerlas como amigas y hasta compinches si se puede, pero jamás cómplices de alguna actividad, propia o ajena, que se desarrolle dentro o fuera del Hospital. Con los médicos igual, sobre todo con los más viejos, que se la saben todas en cuanto a hacer parecer que se trabaja mucho y duro pero en realidad se está dejando morir a la gente. De ganas puras algunos lo hacen, de aburridos de curar gente inútil, dicen, por algún tipo de equilibrio al revés, también, o por algún juego raro que no viene al caso ahora. El caso, más bien, decía, es mi vida amorosa desastrosa y hoy por hoy peligrosa, ya que en breve todo cambiará, para siempre, y voy a sentir cómo algo se expurgará. Algo es esa cosa que, dicen, se siente al poseer la seguridad de estar trascendiendo, en otro a través de uno, la realidad de erradicar la afección que, aseguran, se instaló en el otro como definitiva. Y hasta quizás conozca qué cosa es sentirse dichoso por el bien realizado. Feliz, que le dicen, por la realización de un bien, de una verdadera acción de bienestar propio y ajeno, por un acto heroico, por una reparación del destino que le tocó en suerte a mi amor. Lo de amor es un decir y aquí ingresa.
Lo conocí en el baño público de caballeros de la Plaza Sarmiento, un mediodía de lluvia recién empezado marzo hace, más o menos, seis meses. La plaza Sarmiento es un cuadrado de cemento empotrado casi en el centro de la ciudad de Rosario. Lo de casi es literal ya que no es buena zona la de la Plaza Sarmiento. Hay una pequeña estación de ómnibus de los llamados "interurbanos": colectivos que van y vienen desde las ciudades satélites que tiene Rosario, como Villa Gobernador Gálvez (también llamada Villa Diego), Granadero Baigorria, Capitán Bermúdez, Puerto General San Martín, Fray Luis Beltrán y demás ciudades, digamos, periféricas en las que viven, dicen, las familias no que decidieron alejarse de Rosario (como hicieron, por ejemplo, los de Funes, una ciudad country cercana), sino, más bien, aquellas que Rosario no quiso en su interior cuando todo comenzó a dividirse en esta ciudad. Ahora están las segundas y terceras generaciones de esas familias y muchos de ellos trabajan en Rosario y van y vienen todos los días desde su ciudad periférica a casi el centro de Rosario, a la Plaza Sarmiento más precisamente, donde, también, cerca de una fuente pequeña y deslucida con patos oscuros de cemento a punto de volar, hay dos baños públicos de larga data. Uno, el de caballeros, es famoso por una, digamos, función social dentro del circuito del deseo de los hombres que quieren otros hombres. Esto es un decir, lo de querer, digo, llámeselo simplemente "putos", como me gusta decirme a mí mismo.
Yo entraba, hacía y me iba de la tetera de la Plaza Sarmiento, siempre al mediodía, a la luz de todos. Quince minutos, máximo. Lo de la tetera suena gracioso pero es un desuso. Hablo del término, no de la acción. La acción es chupársela a cualquiera en cualquier lado, rápido, y con la boca presta para ganar la batalla. Pero no la guerra, ya que algunos sólo se la chupan a algunos, digamos, y el resto se las arregla por otro costado. Pero yo se la chupaba a cualquiera al mediodía en ése baño público de la Plaza Sarmiento. Como en 3D, por decir, con los ojos bien abiertos chupaba miembros y miraba, siempre, en dirección a la cabeza del varón chupado. Un vicio leve el mío, contagiado del porno quizás, que todos los mediodías, después de la guardia, no discriminaba edades, colores ni tamaños y que siempre buscaba ver el gesto, digamos, la deformación del rostro del otro por el placer, el éxtasis rápido, furtivo y semipúblico mientras mi boca y mi mano izquierda, siempre, trabajaban a un ritmo adquirido, también, quizás, en los videos porno que educaron mi putez años atrás. Lo de la putez es un decir, y la educación es un rehén de su sindicato. Y así, entonces, acostumbrado a los petes rápidos pero voluptuosos de los chongos apurados, no me percaté, decía, aquel mediodía de marzo o febrero, que estaba a punto de conocer la respuesta a una pregunta que nunca me había hecho hasta entonces y que surgió ahí, en el momento de conocerlo.
Como todo puto, desde entonces, él y yo aprendimos a reprimir el gesto pero no el ojete. El gesto es un decir, endeble, sobre las prácticas amorosas entre las personas, leves pero significantes a la luz pública de los hechos y los acontecimientos de todos, de cada uno que anda por ahí, a cualquier hora, en cualquier lugar, siendo quien sea. Casi como un criterio que no se elige, él y yo aprendimos que, aunque lo intentásemos, aunque saltáramos la barrera de las cosas y no nos dejáramos amedrentar con la afrenta que parece (para los otros), como todo puto, él y yo no pudimos decirnos con el cuerpo cuánta querencia había al lado de uno y del otro, caminando por la calle a las tres de la tarde de un martes, por ejemplo. Él era un varón y yo un puto que, de repente, quiso. Lo de varón es un resumen escueto y casi metafísico del género, y el significado de querer pude discutirse. Pero un abrazo no. Todavía no nacen putos no injuriados y el que la omite escenifica una postura, también endeble, de no querer ver, de no escucharla. De la injuria hablo, ese mandato hecho aullido (del otro). Pero insisto, parece como si acariciar, digamos, ciento ochenta y nueve segundos seguidos y continuos el lóbulo de la oreja izquierda del otro en el colectivo, por ejemplo, no ingresara en las posibilidades de su propia elección. La tolerancia es mito y el ojete sigue siendo privado (a pesar de la publicidad). Estas cosas las pensé y las pienso yo por él, quien, siendo quien fue desde entonces, casado y con dos hijos, y de origen cordobés, alternaba entre la rudeza y la tibieza de las pieles de los buenos amantes y la desesperanza de un andar errante, de un seguir así, digamos, variando en lo prohibido. Un ojete enamorado me sentí yo ahí, de golpe, aquel primer día y no sé por qué, ahí, me pregunté por qué siempre fui tan esquivo para el amor. Un decir, apenas, de la pregunta que me surgió aquella vez. Pocas cosas, dicen, son menos legibles que el amor. Esto también se lo leí a alguien pero no hay que preguntarse tanto por las ambiciones teñidas ya de olvido sobre las posibilidades de algo tan borroso a la hora de cuestionar. Pavadas porque esquivo siempre fui. Me cansaba algo de todo eso y la excusa (si así puede llamarse al interés desmedido y único por la felación rápida, sin más entrega corpórea que los labios, el paladar negro y la cavidad bucal) fue siempre la de cierta pereza a la hora de construir. Lo de construir tiene que ver con proyectar y demás vicios del amor heterosexual, por decir. Pero aquella vez se la chupé a mi amor. Y lo supe desde el primer momento, en la primera sensación táctil de su carne caliente e hinchada en mi boca receptiva. El también lo supo y, por eso, desde entonces, por seis meses, me esperaba en la cercanía de la Plaza para charlar un rato, sentir el sol del mediodía, compartir uno o dos cigarrillos y después entrar juntos al baño y repetir siempre el mismo acto de amor. Jamás volví a chupársela a nadie más desde entonces. Dos o tres veces cogimos en el Hotel San Juan, un tugurio de putas viejas y delincuentes deteriorados por la cocaína que desconocen los pros y los contras de la discriminación y por nada muestran interés o desinterés. Ahí cogimos dos o tres veces, semi vestidos y, como todos, cogíamos desordenadamente. Inevitable, también. No es necesario pararse en ningún ángulo, ninguna imagen forzada reemplazará el desorden de esos cuerpos ahí. Esto lo pienso ahora, estando como estoy y recordándolo como lo recuerdo. Hablaba poco y lo único más destacado que supe de él fue que a los tres años se había caído al río y la corriente lo arrastró más de dos horas cuando, inconsciente, lo rescataron. Tenía agua hasta en el culo. No lo supo hasta que despertó al otro día, en una cama del Hospital Provincial, rodeado de su familia. Me contó también que no pudo jamás recordar qué había sentido allí, por qué se había caído y adónde había sido arrastrado. Sólo recordaba que algo lo arrastró lejos y de golpe. Tenía el recuerdo de haber sido arrastrado, me dijo, y eso le gustaba. De eso me acuerdo ahora, cuando me dispongo al bienestar.
Se llama Juan Pablo Troncoso y lo supe hace dos días, cuando entró de urgencia, en la guardia, junto con tres personas más derivadas de un robo en la autopista Rosario Buenos Aires a la altura de la, digamos, villa que está a la entrada de la ciudad si uno viene desde Buenos Aires. Parece que un negrito de no más de once años se les cruzó y obligó al auto a detenerse. Ahí los abordaron cinco negros más y, parece, sin ton ni son, los remataron mientras les robaban todo. Las otras tres personas son una mujer y dos varoncitos. Murieron todos esta mañana, menos Juan Pablo que recibió tres balazos, dos en la cabeza y uno en el estómago, y así está, vegetal pero no muerto desde hace dos días. Entré a verlo y sólo vi sus ojos pidiéndome desconectarlo. Eso haré en breve.
(Publicado en la antología Verso y reverso, editorial No hay vergüenza, Buenos Aires, 2011)
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