Sábado, 23 de enero de 2016 | Hoy
Por Leonel Giacometto
"Vení por mí", le dijo. En realidad, para empezar a ser claro de una vez por todas, no se lo dijo en la forma estricta y literal del término decir, no. Nada de eso. Fue chateando como se lo dijo y no fue "vení" sino "ven", porque el que pedía su venida no era de aquí (de Rosario, de Santa Fe, de Argentina), de donde era Juan Arietto, quien chateando una vez (aquella vez), el que después sería uno de los motivos de esta historia le decía así, sin más, casi porque sí o porque ya había comenzado la delicada estrategia de la reparación o, por decir, el rescate emocional al que más de uno no se atreve (a veces con razón), ahí decía, desde otra computadora a casi digamos dos mil kilómetros de distancia, Juan Arietto leyó "Ven por mí". Y fue nomás.
Más o menos aquí comienza todo.
Estuvo atontado un tiempo, un rato nomás. Después se durmió. Era la primera vez que entraba a un quirófano. La idea, con sus treinta años, le provocaba cierta curiosidad intransferible para quien no se educa en la ficción de lo audiovisual cotidiano digamos, en esa masa de imágenes en expansión más precisamente, en eso que sale de la pantalla sin orientación segura ni resultado previsto sobre el educando, que cree creerse eso que de algún modo, seamos claros, está presente en la materia. Pero después de todo no era más que apendicitis lo que tenía Juan. Aún así la palabra apendicitis no estaba en su cabeza al ingresar al quirófano. Otras cosas flotaban y otras palabras creyó entender cuando creía escuchar al médico horas antes. Éste (el médico) era un viejo con la profesión hecha teatro, y apenas lo vio le tocó el abdomen y le dijo: "McBurney está incapacitado, amigo". "¿¡Qué!?", gestualizó Juan. El médico a su modo había emitido una especie de ironía, una prueba de confianza digamos, una inflexión para la posible preocupación del paciente, Juan en este caso, que ahí, después de un quizás exagerado "qué", escuchó que McBurney es el punto de sensibilidad humano. Algo así. Juan creyó entender que todos, a cuatro centímetros por debajo del ombligo tenemos una línea que va desde éste a la parte superior derecha del hueso pélvico. Y eso, según Juan Arietto, se llama "espina ilíaca anterior y superior" y es el punto de sensibilidad. Tres parece que son en realidad porque en tres partes la misma sensibilidad parte a esa línea. "Siempre es preciso la palpación directa", le dijo el viejo. Ninguna doble intención, parece. No andaba el viejo para trotes ya (y menos de esa especie). Eso decía su cara según Juan que así entraba entonces al quirófano. Un decir sobre la espera que vendría después de la operación, un "ya sabiendo de antemano sobre un delicado motivo corporal", una cierta posibilidad de reconstrucción digamos, de reparación afectiva cierta, posible. Su vida daría un rumbo nuevo. Eso sintió y fue al menos raro para él, que pocas veces sentía algo como se dice, que rara vez le daba pelota a "eso" y prefería las voces de adentro que dialogan, debaten digamos, deciden. Medio atontado ya cerró los ojos. Ahí, en el punto de sensibilidad lo operaron y a la semana lo conoció. De uno de los motivos de esta historia hablo ahora, y lo de "conoció" es un decir. Ya se infiere el porqué.
Se dijo y se redijo que lo del tren era una buena idea sobre la que tenía una deuda. Lo pensó tanto y tan rápido que se decidió de una vez y lo hizo: se fue en tren. Esto le pareció hasta cómico y no patético o desesperado como podría llegar a considerárselo si se analiza la forma de la sonrisa de Juan al subir al tren por primera vez en su vida y escuchar una voz de adentro que le decía, entre chiste y chiste: "El tren de la sinceridad, tonto". Fue una postura, una nueva forma que empezó a manifestarse desde el quirófano. Y lo supo con certeza (cosa no habitual en él, ya lo dije).
Juan Arietto en el tren, nunca supo qué respuesta darse ante la pregunta sobre el sentido de aquello. Aquello fue enamorarse de un chileno de 23 años, de nombre Raúl y de apellido Andrés, al que conoció una noche, sin sentido y sin sueño, dando vueltas por Fotolog, una página social digamos, un muestrario de voluntades visuales que hoy no existe más. Juan vio una foto aquella vez y, sin más, sintió una presión en el recién curado punto de sensibilidad. Entonces lo buscó por todas las redes sociales, páginas, blogs y canales virtuales varios hasta que chatearon por primera vez. Ése día, digamos, se enamoraron (prometieron hacerlo, más bien). Un decir que sonó a deseo. Lo de sonó también es un decir. El amor apareció por webcam, por fotografías digitales entraron en los marasmos de una sensación que ya no era empatía sino amor. Lo supieron ambos, de golpe, a casi dos mil kilómetros de distancia, redefiniendo de algún modo la falta de fingimiento del corazón de ambos, acostumbrados los dos a la ingenuidad de la lealtad, así, quisieron darse amor. Intentar hacerlo. En tres días Juan mancomunó la siempre gana de viajar en tren con dejarlo todo por tres semanas y llegar hasta la sinceridad de un amor virtual.
Jamás había viajado en tren y el motivo lo sabía. Más o menos. Sabía que cuando él rondaba los diez años de edad había sucedido digamos algo (un paro general, una huelga extendida, un reclamo sangriento) en relación tirante entre la Red Ferroviaria Argentina y el gobierno que por entonces era Estado. Detalles precisos nunca tuvo y ganas de tenerlos tampoco, sólo creía saber cierta historia mal acabada por la cual el país, de una semana para la otra, se quedó sin trenes nacionales para siempre, dejando apenas dispersos por ahí algunos pequeños circuitos que sobrevivieron por baratos y exóticos, según la condición del pasajero. Eso sabía Juan y en su cabeza resonó, al recordar aquella época, una frase que con el tiempo se hizo famosa. La había dicho el por entonces presidente Carlos Menem, recordó Juan y pudo haber sido en 1989. "Ramal que para, ramal que cierra", habría dicho el presidente. Pero así fue y esto lo recordó Juan cuando el tren que lo llevaba a su nuevo destino, más real a pesar del inverosímil impulso, hizo una parada en la estación de Ceres, en Santa Fe, muy al norte. Allí Juan leyó en una pared: "Pueblo sin tren, pueblo que muere". "Y así fue", pensó casi maliciosamente, como una acotación al margen, en tono de parodia pensó él mismo después, minutos después, cuando ya el tren había emprendido marcha y Juan, que viajaba por primera vez en tren, captaba las casi imperceptibles pero constantes deformaciones que se iban sucediendo a medida que el tren iba adquiriendo una meseta en su velocidad que decenas de minutos después, desde los ojos de Juan, la velocidad alcanzada se hizo paisaje en una gruesa línea informe de color ocre con un cielo escupido de naranja con algunas leves pero intensas líneas grises.
Como nunca supo qué hacer consigo mismo, Juan Arietto parecía desamparado, solo y aburrido por entonces, en el tren. Rondaba los treinta años, como dije, y si se lo miraba con atención, tenía un lejano pero real parecido con Jean Paul Belmondo, pero en envase reducido. Vivía solo en un departamento de la calle Zeballos, el 7B del 1453, trabajaba en un cibercafé a tres cuadras de su casa y estudiaba Filosofía. Todo es un decir esto, un reduccionismo para el marco, el contexto de la vida de Juan, que se la pasada en Internet, entre la pornografía, el chateo y las descargas gratis de libros y música. Le gustaban los varones pero nunca había tenido una relación más o menos estable y duradera con ninguno. A lo sumo, no más dos meses con alguien de quien ni es necesario ni es apropiado hablar.
Juan chateaba mucho y sus encuentros reales eran con varones similares. Lo de similar se refiere a los sujetos de acción que disimulan la desesperación de saberse solos a la fuerza, como una imposición que se acepta pero que se comparte a medias, como un capricho de la deuda, como los libros de Séneca. En ese romano, justamente, y porque rondaba el tercer año de la Carrera de Filosofía en la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario, Juan Arietto con el tren detenido en la estación de Rafaela, con algunos pasajeros bajando y algunos otros subiendo y él mirando sin ver por la ventanilla, pensó como al pasar en Séneca y, siendo sincero, después su cabeza devino ausencia. Bajó del tren por inercia repentina e hizo un par de llamados, todos a alguien de quien no es necesario hablar. Luego, ya con el tren en marcha, recordó el último chateo con el chileno, las últimas palabras escritas por ambos. De intenciones poéticas, el chileno escribió: "Esto es el bosquejo raro de una realidad que muere por ser historia. Aquí, tu piel tan cerca y tan lejos a la vez. Quisiera sentir el aroma y la suavidad, J., quiero tu piel en mi piel". Juan, más sólido, le escribió: "Quiero ser tu realidad" y al día siguiente se tomó el tren.
Si todo esto en Juan Arietto surgió de una concepción digamos mitológica que se hizo de sí mismo y del otro cuando hubo de empezar a verlo, lo de verlo fue entonces una realidad, a pesar de que la mitología a veces es vergonzosa. Un poco ido por la nueva forma de cansancio de viajar en tren, Juan bajó e inmediatamente lo vio. Estaba parado y apoyado de perfil en una de las columnas que sostenía un cartel publicitario del nuevo envase de Coca Cola de tres litros y un cuarto, retornable y plástico. Vestía de azul y tenía lentes de marco negro, los mismos que había visto por cámara semanas atrás.
Tucumán, la estación de trenes de San Miguel de Tucumán, en Argentina, había sido la inflexión real impuesta por los dos para encontrarse. Desde allí hasta Arica había que usar ómnibus. Y fue el coche 255 de la Empresa "La veloz del norte" al que Juan y Raúl se subieron rumbo a Chile. Eligieron los asientos 62 y 63, en la planta baja, detrás de todo, para algo de intimidad, quizás. Quizás se besaron ahí por primera vez, quizás se dejaron percibir el nuevo olor del mutuo destino, quizás en el primer parador sintieron el viento que alguna vez, por separado, les produjo impaciencia, desazón, hipocondría, indigestión, cierto resquemor difuso. Todo junto aquello lo sintieron quizás y lo tradujeron amor justo en el momento del accidente, media hora antes de llegar a Chile. El ómnibus con conductor demasiado empastillado de ansiolíticos y ginebra se dio de frente contra un tanque cisterna que llevaba nafta súper a Santiago del Estero. Ardieron todos, murieron 43 y se salvaron 34. Juan y Raúl, según la pericia forense, murieron en el acto por la violencia del impacto inicial. Después se quemaron, juntos.
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